Un domingo por
la tarde, en Bs As, hacía tanto calor que la gente se tiraba al Riachuelo y
nadaba.
Ella, sentada en
un Bar, con un Mozo sudado, no había nadie.
—No sé qué
pedir, a lo mejor a vos se te ocurre.
El Mozo le trajo
un batido con franjas de hielo.
—¿No te
molesto si me siento con vos? No está el Patrón y este lugar me lo conozco de
memoria, en verano nunca entra nadie, ni entró ni entrará, menos domingo 41°,
esperá, voy por otro batido con franjas de hielo para mí.
Ella se dio
cuenta que no podía mover los pies, los zapatos estaban enterrados en brea
caliente, eran nuevos y caros.
El Mozo volvió,
sin el uniforme, a pesar de haber mojado su pelo, ponerse una musculosa,
bermudas y ojotas, su molicie no le permitía entablar una charla. Ella se caló
unos anteojos negros inmensos, él vio en los anteojos un mar azul, con olas
sedosas y brisas frescas. Se pellizcó finito y no estaba soñando. En el borde
inferior de los anteojos, estaban ella y él, con un batido helado, que paseaban
por sus frentes.
No pudo más. —Tus
anteojos tienen un video?
Pobre chico,
tiene fiebre, seguro. —No, son de vidrio, comunes, los compré en la calle.
La canícula
marcaba 46°, se tiraron al Riachuelo, ella ni se dio tiempo a quitarse los
anteojos y los zapatos quedaron en la brea. Hicieron la plancha, nadaron pecho,
crol y mariposa. Estaban lejos, una ola mediana les hamacó el cuerpo, el agua
era salada.
Retornaron a la
playa, se sentaron en reposeras con mesa al medio, los batidos se habían derretido,
ella no tenía anteojos, pero sus ojos eran profundos, transparentes y él se
vio, todo despeinado, con ojos irritados.

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