Vivió en el
sótano del fondo tres años. La casa de su Abuela, en City Bell. Sólo recibía la
visita de su Madre y la comida que le acercaba su Hermana, simulando un juego
repetido, silencioso. Los movimientos del jardín al sótano, cubierto de
enredaderas, se habían hecho para hacerlo imperceptible. Que ningún vecino
escuchara. Que nadie.
Por sus
compañeros se enteró que la buscaban, siempre sabían dónde estaba. Un día su
Madre pudo comunicarse. —Armé el lugar, tu Padre te pasa a buscar por el Zoo,
te mando una peluca rubia y el uniforme de tu hermana.
No pudo despedir
a ningún compañero, las nieblas cómplices decían que no había ninguno.
El primer año
leía lo que había rescatado, como se terminaban pronto, aprendió algunos de
memoria. Todos los días hacía quince minutos de yoga de elongación. No dormía.
La Madre le llevó pastillas rompenucas. Ella no dominaba las consecuencias de
lo que hacía, gracias al miedo no salía del sótano, tomaba cuatro pastillas por
noche y dormía once horas. Aceptaba solo un yogurt de mañana. Sentada en la
cama, saludaba a sus compañeros y hablaba con cada uno, episodios inventados.
Las visitas también las inventaba.
Encontró una
bodega, bajando dos escalones, el piso estaba tapado con una alfombra. Era
chica, pero los vinos, estacionados. El lugar olvidado de todos, tenía un polvo de
cinco centímetros. Un día estornudó, le lloraron los ojos y se le taparon las
fosas nasales, como dos corchos. Abrio la primer botella, con un alicate
multitodo.
Cuando pasó la
Madre, con la vianda del día:
—¿Me traés una copa?, los vasos me deprimen.
—¿Me traés una copa?, los vasos me deprimen.
La Madre pensó
que el encierro le había enrarecido el sentido común. Tomó tres copas y luego
tres más, se miró en el espejo y se rió como los locos, hasta su Hermana, que
recién entraba a la casa, la escuchó. Caminó por el laberinto de ligustro, que
desarrolló con rapidez, abrió la puerta y encontró a su Hermana, sin poder
detener, esa risa histérica, le pegó cuatro cachetadas y quedó tiesa. La saludó
con el nombre de la amiga que hacía cinco años nadie pudo encontrar. Su Hermana
le contestaba, siendo aquella amiga. Trataba de recordar palabras y gestos,
porque notó que se tranquilizaba, cuando cerró sus párpados, abrazó la almohada
en el piso.
En el último año
jugaba al ajedrez, hasta que le comió la cabeza. Escribía listas de palabras
que empezaran con la letra “A”, “X”, “Z”, “I”, el abecedario completo. Le
dieron píldoras para una sedación diurna.
Al tercer año,
su madre se condolió, prefería que habitara el sótano, antes que verla muerta.
Cuando abrió, las paredes estaban cubiertas de retratos hechos en carbonilla,
de sus compañeros desaparecidos. Se dibujó ella misma, con la cabeza metida en
un retrete.
La Madre hizo de
cuenta, que no vio nada y la sentó, para hacer sus manos. Uñas cortas y esmalte
transparente, como ella acostumbraba. Apareció el Padre: —Ya podés salir, pagué con todo lo que tenía, prepará tu bolso,
el Dr Blok te espera. Hay enfermos en tu misma situación, es sin medicación,
todo va a estar bien.
Ella iba adelante,
miraba el cielo, los árboles, besó la tierra. Se había arrancado todas las
uñas.

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