sábado, 28 de diciembre de 2019

CUATROCIENTOS KILÓMETROS


   Nosotros somos dos y tenemos un sistema de vida, pleno de ritos establecidos. Vivimos de noche y dormimos de día.
   Endogámicos por elección, carecemos de grupo de pertenencia. Yo tengo un blog y escribo un cuento por día. Los subimos a las doce de la noche.
   José es Jardinero, Piletero, Cocinero. Ambos leemos, él plantas, helechos, árboles. Nos fuimos de La Plata, con ánimo de huir, Tandil nos recibió con cara sin sonrisa.
   Yo leo, pero siempre fui ecléctica. A José le encanta la Navidad, el Fin de Año, lugares de la costumbre que yo aboliría.
   Llegó mi hijo con su hijo. Respeta lo que no debe respetar, soy su Madre, no su amiga. Tiene un vozarrón importante, su tema preferido es: “Yo el supremo”, su ego podría forrar todo el planeta.
   —Mamá, ponete los anteojos.
   Ni cerró el auto, ni saludó, el bolso lo fue pateando hasta el living.
   —Mirá mis últimos trabajos, son muy buenos, trabajé tres días seguidos sin dormir, pasando a otro tema, ¿qué hiciste de comer? Por tus ojos hinchados, recién te levantás. Acá todavía hay gente buena, que es mi Papá, llenó la heladera y la voy a atacar.
   Empezó a llenarse la boca como un animal, igual. Seguía contando la ruta de sus vacaciones, los borcegos fueron a parar a medio camino, entre los dormitorios y el baño. Voy corriendo para lavar mi cara, que no me encuentre tan desgreñada. Tropecé con sus borcegos y me caí de boca, de pecho, de piernas.
   —Pero Madre. ¡Qué torpe que sos!, vivís cayéndote, caminá, hacé yoga, si no estás leyendo estás escribiendo o mirando películas, después te quejás que tenés el culo chato y la panza gorda.
   Nuestra casa no es grande, pero cuando viene él, es un monoambiente. Le iba a contestar, hice un paso hacia atrás, perdí la vertical, estaba sobre su bolso, importunando, claro que me caí y golpeé con el vértice de la mesa.
   —Mirá, pendejo de mierda, si te da mala onda visitarnos, no vengas y si querés comer, preparate vos el almuerzo!
   Y el Padre, que lo quiere y me ignora cuando llega el niño:
   —Pobrecito, dejalo, ésta es su casa, él puede hacer lo que quiera.
   Pensé contestarle algunos improperios, pero el personaje de La Mala, que vengo a ser yo y el otro personaje que es un santo, no es capaz de pararle el carro y exigir que me respete. Trago el sapo.
   El hijo de mi hijo, es como un fantasma, se sienta en un rincón y su mundo es el celular. El niño viene por dos días y se trae todo su placard, deja el bolso en la cocina, las camperas tiradas donde venga, son iguales.
   Luego las peleas, costumbre insoslayable, en sus visitas. Era un niño angelado hasta los catorce. A los dieciocho, se fue de casa y ahora, a los treinta y cuatro, es lo que conté, pero yo lo quiero, más que a nadie en el mundo.
   No se queda más de cuatro días, lloro cuando se va, al mismo tiempo es un alivio. Trato de borrar sus rastros de casa, para no derrapar en la tristeza. Cuando limpio soy distraída, encontré una foto que tomó su Padre, mi hijito con ocho años, sentado entre vegetación tropical, un sombrero de alas anchas y esos ojos entornados, los brazos apoyados sobre sus rodillas como un adulto y yo en una diagonal, casi tocando el borde, con mi eterno cigarrillo, en una silla de playa, asoma mi vieja visera y nuestros ojos alineados, con un amor, de para siempre.  

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