Lo veía casi
siempre a la salida del departamento. Ese pasillo largo que llegaba hasta el
centro de la manzana. Era inevitable verle, porque el ancho de la puerta, sólo
daba para su increíble personaje.
Así que sus
chancletas destartaladas y su musculosa percudida, no daban cuenta de sus
maravillosos ojos griegos. Al principio me divertía cómo protestaban sus
vecinos.
Decían que
Cristóbal desprestigiaba la casa, “Qué se creía, esto no es un conventillo, las
expensas son muy altas para tener un tipo en musculosa y chancletas, en la
puerta de entrada”.
Como Ulises, mantenía
una mirada alta, un perfil sereno. Sólo se movía un poquito, para dejar pasar
de coté, a la Señora de Guaraña.
El Viejo había
sido un inmigrante griego, que con dinero traído, compró una casa chorizo en
Berisso. Alquilaba cada pieza a una familia distinta. El baño y la cocina se
compartían. En medio de la cocina, un samovar de la otra tierra, funcionaba
para las fiestas, judías, ortodoxas, católicas, cumpleaños y fin de año.
No sé bien cómo
murió el Viejo. Cristóbal empezaba a contar algo, pero en algún momento paraba,
nos miraba y rajaba a regar los malvones. Así que como esto se repetía, cada
vez que recordaba al Viejo, imaginábamos que “eso” le pertenecía y que los
malvones eran bálsamo del mandato paterno.
Cristóbal
trabajaba de repartidor de Quesos La Paulina.
—Lo mejor que
hay en quesos, viejo, yo que estoy en esto te lo garanto…-Decía con orgullo-.
Viajaba en una
camioneta, tan destartalada como sus chancletas. Verde oscura, con las marcas
de las pinceladas, parecía un furgón del Cementerio Municipal.
Nuestro edificio
pretendía ser una construcción tipo, clase media, hacinada, pero con
discreción.
Si alguien
quería ver al “otro lado”, sólo tenía que tocar el timbre en el departamento de
Cristóbal. Se sentía un olor extraño a batata frita, con plancha mugrienta y un
humo que parecía instalado, daba un aura a la entrada de Cristóbal.
Nos abría la
puerta con toda franqueza. Gritaba nuestros nombres como para que se enteren
los muertos y nos palmeaba la espalda, hasta derrumbarnos en sus aceitadas sillas
de cocina.
En la misma
cocina tomábamos mate y fumábamos como caballos. De todas maneras, el récord de
tragar humo lo tenía el inefable Cristóbal. Se enroscaba contando anécdotas
tristes, los ojos se le ponían transparentes. Le complacía emocionarnos. Jamás
se le quebró la voz, ni siquiera cuando lo echaron de La Paulina. Con la cabeza
erguida y palabras tranquilas, nos relató la más atroz de las traiciones.
Me acuerdo que
lo agarramos de las manos, fue un reflejo del corazón. Él, me ofreció un mate,
lo tomé de un solo sorbo. Me quemé hasta el alma. Pero no dije nada.
El tipo, bien
valía llenarse la boca de ampollas.

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