domingo, 15 de diciembre de 2019

ENERO DOS, A LAS CINCO


   Las personas caminaban contentas, paquetas, con paquetes y ofertas chicas dentro. Se reían por la cosa de la Navidad.
   Yo estaba triste, siempre estoy triste, padezco mi tristeza y me la banco, pero no está en mis ganas la alegría del almanaque. El 25 de Diciembre nació mi Papá, pero ahora ya no está, justo el día que todos festejan por festejar.
   Mirando el piso del subte, encontré un pasaje debajo de mi asiento, el destino era Trieste, debe ser un país donde viven los tristes pero en italiano, le agregan una e suplementaria, como un bastón, para poder soportar el peso del sufrimiento. Cuando llegué a la Estación, guardé el pasaje, no sin mirar antes, la fecha de partida.
   —Disculpá que te interrumpa, el papel que guardaste, ¿no sería el de mi viaje?, viajamos en el mismo subte, yo te miré varias veces y eso me produjo distracción, allí tal vez se me cayó.
   Yo puse cara de ojos tristes y empañados.
   —Qué triste que lo perdiste, te invito con un café, desde ya te digo que son inmundos, pero es un pretexto para charlar.
   Hablamos pelotudeces, yo miré el reloj.
   —Disculpá pero tengo que estar en el Aeropuerto.
   Él entristeció y preguntó mi destino.
   —Me voy a Trieste, al mismo lugar que vos, si querés viajamos juntos.
   Él la miró con desilusión. —No sabés cómo me gustaría, pero yo perdí mi pasaje y no tengo plata para comprar otro.
   Ella le palmeó la espalda como si alguien se le hubiera muerto.
   —Si querés, el dos de Enero, a las cinco, nos encontramos aquí y yo te cuento todo lo que sufrí, perdón, me equivoqué, lo que me divertí.
   Tuve que cambiar mi foto y mi nombre, un señor lo hizo por moneditas.
   Llegué a Trieste y era verdad, hombres,  mujeres y niños, tenían gestos de tristeza. Me sentí compatriota. Alquilé una pieza con balcón, en el centro de la meseta, veía los espejos de agua y algunas manzanas inundadas, daba toda la sensación de querer unirse a Venecia, seguro para incrementar el turismo o por conseguir una hermana.
   Conocí a dos eslovenos, altos, de pestañas largas, que me invitaron a vivir en su casa, uno más buenmozo que el otro, pero era una pareja gay.
   Me dieron la mejor habitación, podía ver el mar y lo que me dejó perpleja, fue que la casa tenía un estilo romano.
   Hablábamos en italiano, mis Padres vinieron de un lugar cercano a Trieste.
   Yo les hacía comidas criollas y ellos, comida italiana. Nunca faltó el vino, que selló nuestra amistad. Me llevaron al Aeropuerto, los tristes, tomé un taxi hasta el subte, llegué el dos de Enero, a las cinco y él estaba parado ahí, con esos ojos inmensos y negros, me llevó la mochila. Subimos a un auto infartante.
   —Pero entonces me mentiste, podrías haber comprado otro pasaje.
   Él no contestó nada, pero yo presentí que sabía.
   —Estoy fundido, lo único que me queda es este auto y una casita en el Tigre. Acá saqué unas fotos, en un subte de Buenos Aires.
   No lo pude creer, había una chica que era yo, se agachó para juntar un pasaje, en otra. Y en otra foto, estaba mi mano, metiendo el pasaje en el bolso. Otra foto, yo concertando con él, aquel café. Y en otra, nos mirábamos a los ojos. Una se le cayó al piso, yo la levanté y vi la foto, donde él me fue a buscar, en un auto infartante, junto a la última foto, donde me ayudó a meter la mochila en el baúl.

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