Era más puta que
las gallinas.
Se la había
agarrado con su nariz. Le parecía grande y antigua. En tres años se operó
cuatro veces, hasta convertirla en un porotito picudo.
Pero tan picudo,
tan picudo, que en una quinta visita al cirujano le llenaron la punta con botox.
Lo que más
atormentaba a Martita era el paso del tiempo y la envidia.
Para vencer
estos demonios, enfundaba su culo enorme en unos pantalones rojos elastizados
que le juntaban el desparramo y se lo ponían como enfrentando a cualquier
vidente.
Se jactaba de no
usar bombacha, decía que los elásticos arruinaban la redondez (que ella
imaginaba perfecta) de su trasero.
Todo en ella era
color rojo. El pelo, un pañuelo estilo Annie Okley, rojo.
Remeras con
lunares, o rayas o bordados absolutamente rojos. Las uñas, la boca y las
sandalias, al tono, rojas.
Tenía un marido
fijo, un novio definitivo, un amante para siempre y veinticinco “amigos” (decía
ella) que la amaban hasta la muerte y le pagaban muy bien.
Un seis de
enero, como regalo paradojal, le pegaron
cuatro tiros en la puerta de su casa, a la hora de la siesta.
Dos dieron
certeros en el pecho de un adolescente que charlaba tímidamente con Martita.
Los otros dos le
dieron a ella, en el codo derecho y el culo respectivamente.
El joven murió a
los dos días de la tragedia.
Martita se
compuso, luego de cinco intervenciones en el brazo y tres en el glúteo derecho.
El que disparó
resultó ser un amante, ex policía, que odiaba a los pendejos.
Se hicieron
arreglos para que el tipo saliera de la cana.
Lo encerraron en
Melchor Romero, en el sector de pacientes ambulantes.
Martita sigue
vistiendo riguroso rojo. Su mirada es triste, no habla con nadie y cuentan que
el miedo no la deja dormir.
Ahora le preocupan dos cosas. El loco, que se la tiene jurada. Y que ya, no
le pagan como antes.

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