Era el lugar más
escondido, con vegetación sorprendente, muy difícil de encontrar. La aldea que
Quintina me dijo:
—Te separan
cuatro mil kilómetros, si vas sola a dedo te lleva cuatro días. Vas a encontrar
casitas perdidas de pescadores, pero vos andá a la “Posada de la Luna”, les decís
que sos mi amiga y de inmediato te dan un lugar.
Los únicos
huéspedes éramos una alemana y yo. Teníamos la misma edad y cuerpos disímiles. Medía
uno ochenta y yo, uno sesenta y tres. Era rubia, de ojos nazis y yo era morocha,
argentina y como odiaba mi cara, ni pienso describirla.
—¿Qué te parece
si hoy vamos a caminar?, hacemos una costa serena y después vienen los pozos de
piedra, que no llegás a ver el fondo, es negro y el mar brioso, que parece
decir, aquí estoy. Te avisa de su existir, le siguen otros pozos, con escaleras
naturales de piedra, que te dan sensación de vértigo, me gusta desafiarlos.
Tenía un equipo
de correr, destacando sus líneas deportistas y unas zapatillas que te hacían
volar. Me regaló un par de su hermana, nunca corrí así, como levitando. Los
primeros días trotábamos juntas y yo era de detenerme en algún helecho, alguna
flor, raras salamandras de múltiples colores. Greta no paraba jamás, llegaba
antes que yo.
—Si vos parás de
correr, no sos una deportista, a mí me molesta un poco, veo pocas ambiciones en
todas tus conductas.
No merecía
respuesta, levanté mi mano diciendo: “Heil Hitler” y hasta puso cara de
orgullo, después dejamos de hablarnos. Igual todas las mañanas salíamos a
correr.
Notaba que Greta
prefería los lugares más peligrosos, se metía hasta que no podía verla. Una
mañana la seguí hasta su pozo preferido. La miraba desde arriba, las piedras
tenían musgo y a cada rato resbalaba, tenía manos prensiles y tomada de las
piedras, seguía sin alterar su ritmo.
Me hacía
maldades, la loca. Metió una araña en mi cama. Cerraba la llave del agua, en
mis duchas matutinas. Les contó a las dueñas de la Posada, dos viejitas
deliciosas, que yo era una persona de cuidado, capaz de cualquier cosa.
Las viejitas se
reían, mientras me informaron, les parecía feíto que ella les fuera con cuentos.
Además no le creían, por ser yo una persona buena y considerada.
Mientras nos
atábamos las zapatillas: —Cuánto tiempo que no nos hablamos, Greta, te pido
perdón si en algo te ofendí, sobre todo cuando vi la cruz gamada, tatuada en el
medio de tu pecho.
Ella no
contestó, pero yo la invité a correr, era la salida del sol. Íbamos a la par y
como siempre, se adelantó. Me llamó la atención, se detuvo para ver la salida
del sol.
Sentí que tenía
adrenalina concentrada, cuando advertí que estaba a orillas del tercer pozo,
levanté una piedra, se la tiré con todo, en el medio de la espalda. Perdió pie
y se cayó, me asomé, pero el fondo negro, la espuma y Greta, no la vi más.
Me preguntaron
las viejitas por la germana.
—No tengo la más
pálida idea.

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