miércoles, 25 de diciembre de 2019

UNA COLABORACIÓN



   Era el lugar más escondido, con vegetación sorprendente, muy difícil de encontrar. La aldea que Quintina me dijo:
   —Te separan cuatro mil kilómetros, si vas sola a dedo te lleva cuatro días. Vas a encontrar casitas perdidas de pescadores, pero vos andá a la “Posada de la Luna”, les decís que sos mi amiga y de inmediato te dan un lugar.
   Los únicos huéspedes éramos una alemana y yo. Teníamos la misma edad y cuerpos disímiles. Medía uno ochenta y yo, uno sesenta y tres. Era rubia, de ojos nazis y yo era morocha, argentina y como odiaba mi cara, ni pienso describirla.
   —¿Qué te parece si hoy vamos a caminar?, hacemos una costa serena y después vienen los pozos de piedra, que no llegás a ver el fondo, es negro y el mar brioso, que parece decir, aquí estoy. Te avisa de su existir, le siguen otros pozos, con escaleras naturales de piedra, que te dan sensación de vértigo, me gusta desafiarlos.
   Tenía un equipo de correr, destacando sus líneas deportistas y unas zapatillas que te hacían volar. Me regaló un par de su hermana, nunca corrí así, como levitando. Los primeros días trotábamos juntas y yo era de detenerme en algún helecho, alguna flor, raras salamandras de múltiples colores. Greta no paraba jamás, llegaba antes que yo.
   —Si vos parás de correr, no sos una deportista, a mí me molesta un poco, veo pocas ambiciones en todas tus conductas.
   No merecía respuesta, levanté mi mano diciendo: “Heil Hitler” y hasta puso cara de orgullo, después dejamos de hablarnos. Igual todas las mañanas salíamos a correr.
   Notaba que Greta prefería los lugares más peligrosos, se metía hasta que no podía verla. Una mañana la seguí hasta su pozo preferido. La miraba desde arriba, las piedras tenían musgo y a cada rato resbalaba, tenía manos prensiles y tomada de las piedras, seguía sin alterar su ritmo.
   Me hacía maldades, la loca. Metió una araña en mi cama. Cerraba la llave del agua, en mis duchas matutinas. Les contó a las dueñas de la Posada, dos viejitas deliciosas, que yo era una persona de cuidado, capaz de cualquier cosa.
   Las viejitas se reían, mientras me informaron, les parecía feíto que ella les fuera con cuentos. Además no le creían, por ser yo una persona buena y considerada.
   Mientras nos atábamos las zapatillas: —Cuánto tiempo que no nos hablamos, Greta, te pido perdón si en algo te ofendí, sobre todo cuando vi la cruz gamada, tatuada en el medio de tu pecho.
   Ella no contestó, pero yo la invité a correr, era la salida del sol. Íbamos a la par y como siempre, se adelantó. Me llamó la atención, se detuvo para ver la salida del sol.
   Sentí que tenía adrenalina concentrada, cuando advertí que estaba a orillas del tercer pozo, levanté una piedra, se la tiré con todo, en el medio de la espalda. Perdió pie y se cayó, me asomé, pero el fondo negro, la espuma y Greta, no la vi más.
   Me preguntaron las viejitas por la germana.
   —No tengo la más pálida idea.

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