Había rollos de
festuca que los fabricaba el viento del mar y los hacía rodar por las tres
cuadras del pueblito. Durante el invierno no quedaba nadie, sólo la Comisaría,
donde se encontraban las llaves para alquilar casas o departamentos, durante el
verano.
Eran cajas de
zapatos donde dormían apretados tres o cuatro familias, siempre alguno que
dormía en la bañadera. Las viejas en la playa, todo el día con el culo para
arriba juntando almejas. Los viejos, de noche, pescaban en el único muelle con
medio mundo, los más expertos con caña. Había poco pique, pero algo sacaban que
daba para comer.
Allí vivía
Rosaura, la Renga, a ella que era renga, le daba orgullo por el conjunto “La
Renga”. El único que se escuchaba desde la Comisaría. Ella se ocupaba de
limpiar, estaba tan sola que se casó con el último langa soltero, de camisa
blanca, el pelo peinado a la gomina, teñido de negro hasta el bigote.
Le llevaba a la
Renga, como treinta años o más. Pareció que se casó más para que ella le
limpiara, que por amor. Llegado el momento que le dio tres edificios más para
limpiar, la Renga se tomó el piante y fue a vivir con el Comisario. La encerró en
un calabozo, por si el otro le venía con algún reclamo. De noche, para hacer
uso marital, se metía en el calabozo y galopaban hasta el amanecer.
Luego salía y la
encerraba con llave, a veces se olvidaba de llevarle comida o agua. La Renga
hacía sus cosas en un balde que el Comisario pasaba por alto, hasta cuando
rebalsaba. Ahí lo cubría con tapa de cartón de pizza y hacía de cuenta que no
existía.
El día que
olvidó cerrarle, la Renga, saturada del
maltrato, tomó el revólver cargado, del yuta, que casi nunca lo usaba y esa
misma noche, de relámpagos y tormenta, entró el comisario con el deseo a flor
de piel, la Renga no le dio tiempo a nada. Le escupió la cara con un pollo bien
cargado y con siete balazos sobre el corazón, lo ultimó.
—Y para que lo
sepas, voy a seguir viviendo en este pueblo…
Le seguía hablando,
pero el yuta estaba muerto.

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