Trabajo para
ella desde que era menor de edad. Corvala nació con una columna que se
redondeaba desde las cervicales hasta las lumbares. Me pusieron de prepo para
atender lo que Corvala demandara.
—¡Pochola!,
tengo ganas de comer helado y me gustaría que fuera de inmediato, andá, corré a
tu máxima velocidad que es admirable, por cierto.
Se metía el
cucurucho en la boca entero y entero se lo tragaba. Yo le golpeaba la espalda
porque se ahogaba. Corvala tenía una propiedad extraña. No sentía nada que se
le apoyara en la zona, su anestesia era permanente. Fue el asombro y la
curiosidad de los Médicos encargados del estado general de Corvala. En vano,
porque aún con el crecimiento corporal su espalda continuaba anestesiada.
—Pochola, bañame
con agua tibia y prepará tres tohallones hirviendo para mi espalda.
Tenía la columna
con ampollas de agua, se lastimaba con frecuencia y exigía que la curara.
—Pelá unos
duraznos con banana, con gelatina de menta, apurate. No simules que estás cansada,
porque anoche me leíste las obras completas de no sé quién. Cada vez que te dormías
yo te pellizcaba finito los cachetes. Mirate en el espejo, Pochola, tenés
manchitas de sangre. ¿Sabés que me dormí escuchando la monotonía de tu voz? Y desperté
cuando dijiste en voz alta: “Fin”. Era entrada la mañana y te pedí unos mates
para mí sola, me da asco tomar de la misma bombilla de una Sirvienta.
Nunca tenía
ganas de caminar, la sentaba en una silla de ruedas y empujaba su osamenta que
pesaba cada día más. La paciencia, como la amistad, tienen fecha de
vencimiento, las noches que Corvala me dejaba en paz imaginaba cómo zafar de
aquella situación. Ahora la odiaba un poquito, necesitaba odiarla mucho más, si
no se me ocurrían venganzas infantiles.
—Pochola, vení,
contame qué estás pensando, me dieron ganas de saber. ¿Te quedan energías para
contarme? Sé que te dejo sin pilas y vos seguro pensás que te acoso. Te
escucho, dale, pronto.
Quedé muda como
la curva de su espalda.
—¿Sabés que me
parece que te quiero como a una hermana, te odio como a una Madre y me molestás
como una hija demandante, de sol a sol?, es todo lo que tengo que decir.
Le pedí si al
día siguiente podía ponerse en cuatro patas y así ordenar los libros de arriba
de la biblioteca, la banqueta más alta que había en esa casa, era su espalda.
Aceptó con alegría, había libros diferentes para que leyera por las noches.
—Quiero que me
cortes las uñas de las manos y de los pies. Dejá lo que estás haciendo y agarrá
el alicate, Pochola, ¿por qué me mirás con esos ojos de dientes caninos?
Ya se iba a
enterar, le preparé una tarta de manzana mezclada con cuatro blisters de Kemoter.
Espero que la
ira vaya despacio, porque tengo premura. Duerme boca abajo, tiene la espalda
descubierta, hace calor. Tomo la cuchilla por el mango y le atravieso hondo, de
las cervicales hasta las lumbares. Me dice con la cabeza de costado:
—Gracias
Pochola por cubrirme, ahora tengo frío.

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