Me tira el
acolchado, se fuma un pucho en el patiecito. Sigo durmiendo y despierto
sofocada, sí, dos acolchados es demasiado. No me habla, mejor, le tendría que
contestar. No quiero que me ocupe el pensamiento. Hoy compramos los guantes
quirúrgicos, algunos remedios psicofármacos. Es una salida la Farmacia. Otra
diversión, ir al Super, para él es una tortura, hay que formar fila con un
espacio de un metro. Es otra salida, me encuentro a los chicos del Café, nos
decimos que nos extrañamos. Él saluda con la cabeza, después camina de memoria
al Café que está en la esquina.
—¿Sabés que está
cerrado?, está todo cerrado.
Y lo repite tres
veces. Tomamos café en el departamento. Vivimos en planta baja, sacamos la mesita
de la cocina y él estira sus piernas por debajo de la mesa, pensando que soy
una pata.
—Disculpá, no
fue mi intención.
Pide perdón,
raro. De algún piso de arriba le tiran un pucho encendido en su taza de café.
Grita:
—¿Quién fue el hijo de puta que me tiró un pucho?
Y le contestan:
—Vos tenés que estar adentro de tu casa, no en tu miserable patio.
Yo no lo vivo
como un pozo de aire, pero miré hacia arriba y estaban las cabezas asomando en
todos los ventanucos, debió ser para chusmear el afuera, en este caso el abajo.
La gente está cansada, hastiada, indignada y con miedo. Por eso se vuelven
locos y la locura les va en aumento. El edificio tiene tres vecinos con corona.
En el Hospital no los aceptaron. Colapsan.
Volvieron al
departamento, pero les formaron una barrera humana, para no dejarlos entrar. Se
sentaron en el cordón de la vereda, pasó la cana y se los llevó. Los dejaron en
el medio del campo.
Esta descripción
la termino aquí, cuando termine, la termino.

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