Desperté de la
siesta de tres horas. El mejor tiempo de la tarde, el sol que se filtra entre
las hojas, tuvieron dos días de intensas lluvias, conmueven sus brillos, salgo
por la ventana, no me gusta el slam de la puerta. Respiro profundo y el aire
está limpio, el cielo es azul. Hace tres días que no pasa ningún auto, ni
motos, ni bicicletas. Los pájaros aprovechan para componer sinfonías. Tampoco
hay gente caminando por la calle. Puedo salir con mi pijama de agujeros. Todas
las persianas están cerradas.
Qué libertad
andar por el medio de la calle, con los brazos abiertos y cantando las
canciones que me vengan a la memoria, son tantas que sus principios tienen el
final de otras. Me envolví en el sauce de la plaza que yo misma planté, hace
veintitrés años. Mientras subía al mástil de la bandera, vi un auto de la
Policía, estacionado. Debían hacer rondas para que nadie saliera de sus casas.
Los cuatro tenían los gorros apoyados en la cara y se roncaban todo. En lo
único que estuve de acuerdo con ellos, tanto silencio hacía dormir. Hasta los
perros dejaron de ladrar.
Seguí caminando
y tardé en darme cuenta que levitaba. Descubrí en la lejanía un punto rojo,
venía en mi dirección. Llegó a mi lado y haciendo juego con el silencio, me
hizo propuestas poco felices, tomé impulso y le volé por encima. Me metí en el
arroyo, tenía una corriente suave y transparente, no era hondo, me acosté boca
arriba y mirando el cielo, hice pis. Fue un olvido de tanta nada, llena de
todo. Me levanté sin esfuerzo, entré a mi casa por la ventana, encontré la cama
y la compu, me informaba de tanta muerte, que puse Netflix y miré una película,
con final feliz. Me sonó tan desafinado que tiré mi compu al arroyo, viendo
cómo se perdía, en una boca de tormenta.

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