Elegimos una
canoa con dos remos bipala, yo iba adelante y detrás Pompi. Salimos de Regatas
y tomamos por un arroyo que antes de llegar al río tenía un canal de buques
petroleros. Su profundidad era de unos cincuenta metros, tomando hacia la
izquierda se sorteaba el canal y seguimos por el río calma chicha.
El cielo se
pobló de nubes negras y comenzó a lloviznar, Pompi se asustó, soltó su remo y
se agarraba de mí.
—¿Por qué no te
sentás y te agarrás del borde?
Con angustia me
gritaba en el oído: —¡Nos vamos a ahogar!
—Pompi, sacá una
pierna y métela en el agua.
Le llegaba a la
rodilla. Sacó la otra y me empujaba hasta que dio vuelta la canoa. El oleaje
aumentó, ahora nos llegaba a la cintura.
—No te asustes,
la podemos dar vuelta.
Le empezó a
circular su única neurona y ella sola la revirtió. Me recordó a su Madre, que
murió de aftosa, una especie de Brigitte Bardot de agobiante sensualidad. El
Marido siempre estaba en el sur. Ella fue una vez a visitarlo y allí se contagió,
una muerte de perros.
Los amigos de
Pompi salíamos a bailar y aparecía la Madre hacia el final, con un vestido infartante
con la mirada sobre mí, con sutileza, estaba su hija presente.
Yendo por una ruta, con un brazo afuera
tratando de aprisionar el aire, un auto se le llevó el brazo derecho, siendo
ella diestra. Aprendió a manejarse con el izquierdo, con tanta destreza que
pintaba, tenía un tendedero en la casa donde vivían. Usaba una escalera porque
la actividad era compleja.
Llegué
preguntando por Pompi, me abrió agitada y me pidió ayuda.
—¿Vos me podés
tener la escalera?, es culpa de mi Marido, que para lo único que viene es para
dejar una tonelada de ropa. ¿Podés creer que dice que se la lave yo? Después
vuelve al sur, sin nada de lo que ves.
Mientras subía
la escalera, le alcanzaba los broches, ella se reía con ese tono cristalino de
loba en primavera.
—¿Me ayudás a
bajar?
Yo extendí mi
mano y le tomé la cintura, ella se pegó a mí, temblando de miedo. Cuando llegó
al piso, me agradeció con un beso ambiguo, yo con toda libertad, le apreté el
pecho contra mi cuerpo.
—Vamos a
llenarnos de sexualidad, pero no quiero que nos enamoremos, robaríamos lo
esencial.
Hacía lo que
ella quisiera.
Cuando sucedió
el episodio de la canoa y la tormenta, yo sentí esa patética cobardía de Pompi.
Era el opuesto a su Madre que era audaz, ella hubiera nadado hasta Regatas. Me dieron
ganas de ver en Pompi algo de su Madre, en la mirada, en esa boca gordita, en
esos ojos ansiosos. Pero la hija no reunía esos imposibles. Se fue alejando de
a poco.
Ahora navegaba
solo y parecía que los sauces me acariciaban como el pelo de aquella mujer que
no puedo olvidar.

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