miércoles, 18 de marzo de 2020

MONARQUÍA


   —No es justo, Oliver, agachamos el lomo desde los siete, no nos mandaron al colegio, no hicimos el secundario, ni hablar de facultad. No viajamos. ¡No conocemos el mar! Y los noes son infinitos.
   Tiene razón, tenemos callos en los hombros, arando con caballo nos dejaron la espalda encorvada, como Cesáreo el viejo, que caminaba contando hormigas, la frente casi le tocaba el suelo y aró la tierra hasta el último día de su vida.
   —¿Qué podemos hacer, Join? No quiero que Papá nos dé latigazos y Mamá nos encierre tres días en el cobertizo.
   Se abrazó al caballo leal, trabajador y longevo.
   —Tampoco es justo lo que hacen con nosotros, Oliver, tenemos que volar de este infierno, como las golondrinas en otoño. Primero vamos al Pueblo, allí no nos conoce nadie, nunca fuimos. Por necesidad y urgencia compramos dos panes bien grandes y una pata de jamón crudo, sin pagar, la vamos feteando, caminando despacio llegaremos al Río Grande, después vemos.
   Se les terminó la comida, mucho antes de llegar a su objetivo. Había carteles, pero como eran analfabetos no entendían. Miraban las flechas indicadoras que provenían de un círculo. Oliver y Join eligieron la misma dirección, el paisaje los atrajo, caminos sinuosos que parecían indicarles lugares mágicos, vertientes que caían de piedras escalonadas y se perdían en el Río Grande, justo el que ellos buscaban. Pudieron tomar agua transparente y mucho más rica que la bomba de agua en su casa.
   Una noche de tormenta y lluvia, ambos se abrazaron y pensaron que les llegaba la muerte, el barro tapaba hasta la cintura y resultó imposible seguir caminando, era una ciénaga con olor a osamenta. En los peores momentos siempre aparece algo o alguien, que los pudiera rescatar. Un anciano de barba blanca, que le llegaba hasta el ombligo, se hizo presente.
   —Buen hombre, somos Oliver y Join, ¿sería para usted posible sacarnos del lodazal?
   El hombre dividió en dos su barba, dándole forma de soga marinera, arrojó una punta a cada uno y los dejó en un espacio de césped acolchonado. Join le preguntó: —¿Cómo podemos agradecer lo que hizo por nosotros?
   El Anciano peinó su barba con las manos y le nacieron dos brillantes en sus ojos escondidos, bajo las cejas. Vino corriendo hacia él una mujer que debió haber sido muy bella, tenía ojos de esmeralda y nariz de gancho que le sostenía el mentón. El Anciano, para que siguiera joven y le fuera fiel, le realizó ese trabajo en su cara.
     —Chicos, lo mejor que podrían hacer es trabajar la tierra, pero no como sus Padres, sino con tractores y trilladoras con sendos asientos. Son cinco mil hectáreas, para sembrar soja, maíz, girasol, lino y alfalfa. No les llevará mucho tiempo, podrán verlas crecer desde mi templo saudita. No me presenté, soy el Rey Midas y mi mujer la Reina Sin Medidas.
   Oliver y Join estuvieron de acuerdo, pero mientras el Rey Midas les contaba las tareas, se sintieron agotados. Al día siguiente comenzaron, no podían creer la facilidad con que trabajaban de ese modo. Los rindes fueron cuantiosos. Los alimentaban como a Príncipes y dormían en camas mullidas y edredones irlandeses.
   El Rey Midas los invitó a ver desde el techo del Palacio Saudita, cómo todo lo que él tocaba, se convertía en oro. El maíz, los girasoles, eran esplendorosos.
    El Rey les regaló la mitad de su oro, para que le dieran el destino que quisieran.

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