Los nueve hermanos
respondían a una planificación familiar ortodoxa. No debía salir nadie de la
casa minúscula. Los Padres exigían un encierro permanente. No arriesgarlos a
ninguna contaminación. La Madre confeccionó dos docenas de barbijos, para usar dentro
de la casa. El Padre convino que hablaran lo imprescindible, la microgota de flush,
ajena, no podía depositarse en ningún lugar del cuerpo.
Los Padres
cocinaban lo que el freezer les permitió
la mitad de la cuarentena. Después enseñaron a sus hijos que hubo yogis que
permanecieron siete años sin abrir la boca para comer, ni tomar agua. Había que
construir una ermita, ubicarse en postura de yoga sentado y así lograban pensar
sereno, para detener la memoria de la ingesta.
Hijos y Padres
quedaron en stand by. Uno salió de la meditación y los otros lo siguieron,
menos el Padre y la Madre.
Estaban encerrados
como en una caja de caudales, tanta puerta cerrada, tanta ventana sin luz. Uno
dijo: —Tengo hambre.
Y los demás lo
siguieron, no había otro rumbo. Se abalanzaron sobre los Padres, que se
hallaban en estado de gracia. Acordaron que no los molestarían. Empezaron por
el brazo del Padre, masticando con deleite, sin descuartizar. —Lo que acabamos
de hacer es que somos parricidas y está prohibido por Ley.
Llamaron a la
Policía. Era demasiada carga haberse comido a los Padres. Cuando los jóvenes
abrieron la puerta, estaba el esqueleto de la mano del Padre, con el dedito
acusador acusando y el esqueleto de la mano de la Madre, haciendo fuck you.
No pudieron
encontrar los otros huesos ni al hermano menor.

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