miércoles, 1 de abril de 2020

EL TIEMPO


   —Un pato y un sapo, del tamaño de un gato. Levantate y vení a mirar.
   Yo estaba demolida, tomé un envión que me devolvió a la cama, miré mis pantuflas, se pegaron mis ojos, tenía más ganas de seguir durmiendo. Me asomé por la ventana y no estaban ni el pato ni el sapo, entonces lo miré con bronquitis, tenía las pupilas dilatadas y ojeras que oscurecían con los días.
   —Estás alucinando, tenés que ver un Psiquiatra, uy, me olvidé que nadie puede salir de sus casas, tratá de largar el alcohol, eso es lo que te hace ver cosas que no existen.
   Es mi enemiga como siempre, ama ser el personaje antagónico, no me cree nada y difama lo que digo por What´s Up, muestra el rictus de su boca amarga, que con la vejez parecen dos ríos que le caen hasta el mentón, son profundos, se le junta la saliva y le moja la blusa que era de nuestra Madre.
   Es tan patética, ojalá se muera hoy. Pero no se permitiría hacerme ese favor. “Dicen que los que dejan de pensar, comienzan a pensar todo lo que vivieron”.
   Preparaba el desayuno para ambos, me pareció que durante tantos días de encierro, debíamos respetar alguna tradición. La realidad me superaba y revertí la fuerza que tiene el horror, la transformé en galletitas caseras, con dulce de membrillo al medio y budín de chocolate, bañado en azúcar quemada, la receta era un secreto familiar.
   —¡A no ayunar! -El llamado que hacía mi Madre, broma de nuestra pobreza-.
   Nos sentamos y algo blando como un gato dormía bajo la mesa. Los dos levantamos el mantel y encontramos un pato y un sapón, durmiendo sobre el agua, saliendo de la rejilla, que se inundaba los días de lluvia.
   Mi hermano no deliraba, no alucinaba, sus ojos brillaban sobre los míos.

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