—Un pato y un
sapo, del tamaño de un gato. Levantate y vení a mirar.
Yo estaba
demolida, tomé un envión que me devolvió a la cama, miré mis pantuflas, se
pegaron mis ojos, tenía más ganas de seguir durmiendo. Me asomé por la ventana
y no estaban ni el pato ni el sapo, entonces lo miré con bronquitis, tenía las
pupilas dilatadas y ojeras que oscurecían con los días.
—Estás
alucinando, tenés que ver un Psiquiatra, uy, me olvidé que nadie puede salir de
sus casas, tratá de largar el alcohol, eso es lo que te hace ver cosas que no
existen.
Es mi enemiga
como siempre, ama ser el personaje antagónico, no me cree nada y difama lo que
digo por What´s Up, muestra el rictus de su boca amarga, que con la vejez
parecen dos ríos que le caen hasta el mentón, son profundos, se le junta la
saliva y le moja la blusa que era de nuestra Madre.
Es tan patética,
ojalá se muera hoy. Pero no se permitiría hacerme ese favor. “Dicen que los que
dejan de pensar, comienzan a pensar todo lo que vivieron”.
Preparaba el
desayuno para ambos, me pareció que durante tantos días de encierro, debíamos
respetar alguna tradición. La realidad me superaba y revertí la fuerza que
tiene el horror, la transformé en galletitas caseras, con dulce de membrillo al
medio y budín de chocolate, bañado en azúcar quemada, la receta era un secreto
familiar.
—¡A no ayunar! -El
llamado que hacía mi Madre, broma de nuestra pobreza-.
Nos sentamos y
algo blando como un gato dormía bajo la mesa. Los dos levantamos el mantel y encontramos
un pato y un sapón, durmiendo sobre el agua, saliendo de la rejilla, que se inundaba
los días de lluvia.
Mi hermano no
deliraba, no alucinaba, sus ojos brillaban sobre los míos.
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