Ema no quería
volver a la soledad, pero ellas en realidad, le ofrecían más soledad. Optó por
no visitarlas ni recibirlas. Encontró salir sola de noche. Comía mirando sin
ver y se metía en un bar a escuchar jazz de los sesenta, quería dejar, pero
eran su compañía.
Prender uno,
tener el humo en la garganta y sacarlo a los rajes o lento, como uno quiera. Es
el pucho de uno, Ema no imaginaba alguien tan cercano. Hay tantas cosas del
corazón que sólo él expresa. Proyecta y le sale mejor con él. Y es así, el
tabaco es una droga. Tanto que a veces no sabés ni para qué estás prendiendo
este y con la otra mano apretás el paquete, para ver cuántos te quedan. Había
momentos en que Ema tenía un pucho prendido en cada tablero, era su respiración
el humo. Si se terminaban y el lugar para comprar era lejos, se quedaba sin
aire y hasta que no aparecía un pucho sus pulmones dejaban su función.
Ema vivió
ochenta y seis años y sus últimas palabras fueron:
—Ché, alcanzame
un pucho prendido, rápido.
Le dio una pitada terminal. Así era Ema, leal a quien nunca la traicionó.
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