Cuando miraba la costa y más allá del horizonte del mar, después de tanta vida plena de mujeres, hijas de las que fueron como las tres marías, separadas en la misma recta, se desconocían.
Pero él supo con
exactitud cuándo empezaban las caricias y terminaban cachetadas, ellas nunca
quisieron continuar las verdades de la guerra y los simulacros de la paz.
Desaparecieron fugaces. Los hijos iban y venían compartiendo los ellos y las
ellas. Cada nacimiento eran un él y una ella. Los chicos se fueron, con
libertad aprendida, a recorrer el mundo y alguna comunicación por whats up,
fondo selva, fondo archipiélagos, fondo edificios. Cuando los vio canosos o
pelados, hablando con acentos de diferentes idiomas, él se jubiló de Profesor y
tuvo un accidente que lo limitó a caminar con muletas. Compró la casita
marinera, con ojos de buey por ventanas y puertas ermitañas como él. Veinte
años sin salir de su casa. Un carrero le llevaba comestibles y libros que él
devoraba como chocolate.
El miércoles,
que suele ser un día de miércoles, salió un sol que doraba todos los contornos.
Limpió su ojo de buey preferido, justo frente a la cama y miró asombrado tres
hombres, dos con sombreros diferentes y el tercero ilustrado de pies a cabeza,
los tres empujaron la puerta, vieron la toalla donde el viejo lloraba todos los
días un buen rato.
Se juntaron los
brazos y las cabezas. Salieron los cuatro de la casita con trancos largos, el
Viejo se hacía el pendejo y andaba a la
par revoleando las muletas. Uno hizo un agujero en la arena y escondió la
toalla de llorar. El Viejo, que todavía leía sin anteojos, le dijo:
—Muchacho,
devolvé lo que enterraste, porque cuando Uds se
vayan, la voy a necesitar.
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