Traía una
mochila de dimensiones para montaña. Escuchamos unos pasos en la galería,
tímidos pero ruidosos. Mi amigo más grande, se encerró en el baño y nos dejó
solas, a mi prima de quince años y a mí de veinte. A través del vidrio del
comedor nos cegó la linterna que llevaba. Golpeó las puertas, antes que se vinieran abajo, Anita mi prima le abrió con
sonrisa forzada. El oso vio la mesa, con platos sucios, vasos a medio tomar y
migas por todos lados. Se quitó la mochila, con desesperación se comió las
sobras de los platos, lo que quedaba en la fuente, le daba a los pedazos de
pan, como una aspiradora. Mi amigo salió del baño, el muy cobarde, nos dejaron
a su cargo. Se abalanzó sobre el oso, con un puño que dio al aire.
El oso lo agarró
de la espalda, abrió la ventana y lo tiró a la nieve.
—¿Este pendejo
pelotudo, es algo de ustedes?
Tenía razón. —Sí,
es así, lo que me asombra es cómo dejaste la vajilla, limpita, como para
guardar, gracias, oso.
—Mi nombre es
Olaff, no oso, pero si prefieren llamarme así, me cabe, ya que estamos, ¿me
puedo armar la carpa al lado de la casa?
Quedamos
paralelas, le contamos que hacía cinco años que no íbamos ni al pueblo. A nuestro
amigo, el más grande, le pagaban para cuidarnos.
—Que vengas a nuestra
casa es un honor rústico, para las dos, las habitaciones sobran, están plagadas
de mueblería burguesa, pero se duerme bárbaro.
Cuando subió las
escaleras, se tiraba un pedo en cada escalón, mi prima corrió y le dio una
botella de agua, con una caja de Factor AG. El hombre montaña agradeció con un
eructo importante. Le dimos dentífrico y un cepillo de dientes. Le ordenamos
que se lavara, porque el olor de su eructo, tenía resonancias que llegaban a la
galería. Se puso colorado el grandote y nos fuimos a dormir tranquilas. Los
perros alerta, los primeros en percibir los ruidos generosos, pasando de pieza
en pieza. Mi amigo, el más grande, de competitivo, lo siguió, era el hombre
montaña revolviendo cofres con dinero, sacó todo de su mochila y lo llenó de
dinero que nosotros ni idea. Pero de los cofres provenían. La bestia se sintió
observada.
Mi amigo, el que
nos cuidaba, se le sentó en el cogote, mi prima en la espalda y yo en las
piernas. Creíamos que teníamos fuerza y le dábamos piñas que nos lastimaban las
manos. El hombre montaña sacó una cuchilla y tajeó a mi prima de quince en los
muslos. A mí casi me degüella y a nuestro amigo le cortó dos dedos.
—Pendejos de
mierda, no me dejaron ni robar tranquilo. Ni se les ocurra ir al pueblo a
denunciarme, porque soy el Encargado de la Seguridad en todo el Condado.
Nos curamos
entre nosotros, como pudimos, teníamos hasta instrumental quirúrgico y toda
clase de medicamentos. Buscamos los dedos de mi amigo y los encontramos, se los
cosimos al revés, pero por lo menos los tiene.
Para reponernos
nos sentamos en la galería, nuestro Padres nos pidieron que no saliéramos de
ahí, hasta que regresaran. De esto hace cinco años. Les debe haber pasado algo.
Eso lo pensamos todos, pero nadie lo dice. Solos lo pasamos muy bien, mucho
mejor que con ellos.
Juramos los tres
no abandonarnos nunca.

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