Lili era
Anestesista y manipulaba drogas que hacían a su trabajo, le gustaba
experimentar. Como sabía que yo la quería como a una hija, me propuso la
ingesta del frasquito de la verdad. También sabía que me resultaba imposible
negarme a sus pedidos.
Empecé una mañana, con medio frasquito, en
ayunas. Unas amigas, que hacía años que no nos veíamos, nos juntamos. Lo peor
que puede hacer una persona a otra, es decirle la verdad en su propia cara, con
testigos.
El frasquito
tenía la propiedad, de uno no poder detenerse. A Lila, que tenía una historia
con la vejez: —Es increíble cómo se carrujó tu cara y la papada te hace
collares.
Quedó tiesa. —No
sé qué ves, pero me operé el mes pasado y la gente dice que estoy regia.
Le tomé sus
manos, textura cocodrilo. —Te mienten, para reírse cuando te vas, sé de
bastantes que no te quieren, a mí, por ejemplo, no me terminás de caer.
Miré las
sandalias de Coca, con piedritas incrustadas en el pie sangrante. —Cómo impresionan
tus juanetes, parecen piecitos supernumerarios. Yo acá tengo curitas. ¿No te
querés tapar un poco? Te lo digo de corazón, es un agravio para los ojos de los
demás.
No me volvió a
dirigir la palabra. —Vos sos una envidiosa, Celita,
No quise
enterarla, pero el frasquito de la verdad, obliga. —Para nada, Coca, jamás
envidiaría a una cornuda como vos.
Llegó Pepa, con
unas lolas tan inmensas, que parecían glúteos, recién compradas. —¡Qué
impresión, Pepa, tus tetas parecen un culo!, fíjate si al medio no te hicieron
un ano, por las dudas llevá siempre papel higiénico en la cartera.
Y no podía
parar, hasta que juntaron sus calenturas, se tiraron sobre mí y me arañaron,
patadas en la panza, nariz partida en tres. Se enteró Lili por casualidad.
Trabaja enfrente del boliche y Puerto Madero, es uno de los lugares más chusmas
de Buenos Aires, me pasó a buscar, en moto y derecho a la Clínica. Yo seguía
bajo los efectos del frasquito de la verdad. Cuando aparecieron dos Médicos
regios: —No los quiero ni ver, doctorcitos matasanos cobracaros y esa
Enfermera, cara de prácticas sexuales nocturnas, con los doctorcitos, que salgan
de esta pocilga donde me metieron.
Lili no podía
parar de reírse, me llevó a su casa en moto y tranquilizó los golpes con bolsas
de arvejas, zanahorias y duraznos sacados del freezer, los repartió por todo el
cuerpo y me enyesó la nariz.
—Celita, otra vez tenemos
que ir juntas, al Ministerio de Economía, tomamos un frasquito cada una y los
reputeamos.
Miré a Lili: —Después
de lo que pasé, no me hables por una década, pendeja de mierda.

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