Un paracaídas
turquesa y azul, no tenía tiros ni estacas, casi levitaba, casi. Lo dispuso al
espacio perdido y la salida daba al mar. El horizonte color azul, después turquesa y el
último trecho, vasito.
Se acercó bamboleante
y metió los pies en el agua tibia la arena fina. No comió, no fumó, quiso ver
paisaje sin intervenciones. Algo más tibio que todo bajó por sus piernas,
cataratas temerosas de pis se desplazaron al agua. Se internó en el mar que
llamó en silencio y nadó hasta una piedra similar al trono de Zeus, se sentó
cómoda, había un agujero bajo su trasero, allí el agua se apuraba, cagó sin
esfuerzo con el sol en la frente. Quiso saber, el agua se llevó todo al Océano.
No arruinó el factor constante por algo que si no está, no es. Era tan salada
el agua que horizontal, de cara al cielo se entregó a los brazos de Morfeo. Con
sus manos le acarició una teta, la otra, las dos.
Ella, sin consciencia abrió las piernas y un
cazador que por allí pasaba se le metió dentro, anduvo redondo y ella sonreía,
él siguió complaciendo. Despertó hecha Venus, con un gemido profundo como el
Olimpo. Sin perder el estado de gracia, llegó a su refugio, el interior del
paracaídas azul turquesa.
La esperaba un
marinero, cansado de navegar, que ni bien percibió la deidad, regodeó su piel
en ella que le dio la bienvenida. El marinero cantó muy quedo en el oído a la
bella. Y partieron a los mares, en un amor para siempre.

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