Durante las
vacaciones, la Escuela Pedagógica nos llevaba a recorrer provincias, en carpa.
El primer campamento fue en Tilcara, Jujuy. Había un chivito juguetón al que
luego de votaciones, lo llamábamos Jazmín. Nos acompañaba en caminatas y nos
topaba como para que aceleráramos el paso. De noche dormía al lado de las
carpas. Lo quise tanto a Jazmín, que me dejaba darle abrazos y pasarle mi
cepillo, para que su pelo brillara, le apoyaba mi frente en la suya, hasta que
yo terminaba en el suelo. Tenía fuerza, Jazmín, cada día más porque crecía.
Un día no lo vi más,
lo busque por todo aquel predio pero no aparecía. A Jazmín lo mataron para
comer y así enterarnos qué gusto tenía el chivito. Vi cómo hicieron el fuego,
la parrilla dispuesta y después de un tiempo, para mí eterno, nos sirvieron una
mesa con platos de madera y el desguace de Jazmín.
Me levanté y me
alejé, metí los pies en el arroyo. Alguno me siguió con un cacho de Jazmín en
la mano. Me daba vértigo cómo masticaban complacidos, aquel pedazo de vida que
nos hicieron compartir, encariñarnos y hasta ponerle nombre, nada más que para
comerlo. Después vinieron otras comidas, yo miraba las mandíbulas que se movían
con alegría salvaje. Durante diez días no comí nada y pensé, por vez primera,
qué pedazo de asco era la masticación.
Nunca me voy a
olvidar de Jazmín y sus ojitos entre curiosos y temerosos. A lo mejor él
presentía.

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