Se sentía
insegura montando un caballo alto, prefería un matungo que vio nacer a campo
abierto, lo montó en pelo al principio, era panzón y petiso. Dulcinea, por
coincidencia de su nombre y el Quijote, decidió llamarlo Sancho, lo de panza
era obvio. El Padre le fabricó una montura liviana, con estribos como juguetes
y bridas fuertes. Dulcinea lo quería tanto, que lo sacaba a pasear dos veces
por día o tres, de acuerdo a qué debía estudiar.
Sancho se
entristecía, si ella no estaba y merodeaba en los pastizales procurando sólo los yuyos que más le gustaban.
Dulcinea lloró
mucho cuando se fue a estudiar a Buenos Aires, venía los meses de verano. Sancho,
por el movimiento que había en la casa, se daba cuenta de la llegada de ella y
pastaba en la tranquera, para recibirla primero. Los encuentros eran frente con
frente, como besan los caballos, a veces le dejaba baba en el cuello, pero a
ella no le importaba.
Pasaron dos años
y Dulcinea no aparecía, Sancho bajó de peso y casi no comía, pasaba tiempo
echado y si estaba de pie y había luna llena, se la quedaba mirando, como
pidiendo que Dulcinea volviera. Así lo interpretó el Veterinario, que era
músico y poeta, pidió permiso a los dueños y lo llevó a sus parcelas. Allí
tenía una yegua para que Sancho la sirviera, tenían las mismas dimensiones y no
hubo que esperar demasiado.
Nacieron dos
potrillitos igualitos a ellos. Un verano llegó Dulcinea de visita, con un
Marido y dos chicos.
Lo primero que
hizo fue ir al predio donde ahora viven Sancho y su familia. Ni bien Sancho la
vio, torció la cabeza y se fue trotando para otro lado.

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