viernes, 26 de julio de 2019

MOLINOS DE VIENTO



   Se sentía insegura montando un caballo alto, prefería un matungo que vio nacer a campo abierto, lo montó en pelo al principio, era panzón y petiso. Dulcinea, por coincidencia de su nombre y el Quijote, decidió llamarlo Sancho, lo de panza era obvio. El Padre le fabricó una montura liviana, con estribos como juguetes y bridas fuertes. Dulcinea lo quería tanto, que lo sacaba a pasear dos veces por día o tres, de acuerdo a qué debía estudiar.
   Sancho se entristecía, si ella no estaba y merodeaba en los pastizales  procurando sólo los yuyos que más le gustaban.
   Dulcinea lloró mucho cuando se fue a estudiar a Buenos Aires, venía los meses de verano. Sancho, por el movimiento que había en la casa, se daba cuenta de la llegada de ella y pastaba en la tranquera, para recibirla primero. Los encuentros eran frente con frente, como besan los caballos, a veces le dejaba baba en el cuello, pero a ella no le importaba.
   Pasaron dos años y Dulcinea no aparecía, Sancho bajó de peso y casi no comía, pasaba tiempo echado y si estaba de pie y había luna llena, se la quedaba mirando, como pidiendo que Dulcinea volviera. Así lo interpretó el Veterinario, que era músico y poeta, pidió permiso a los dueños y lo llevó a sus parcelas. Allí tenía una yegua para que Sancho la sirviera, tenían las mismas dimensiones y no hubo que esperar demasiado.
   Nacieron dos potrillitos igualitos a ellos. Un verano llegó Dulcinea de visita, con un Marido y dos chicos.
   Lo primero que hizo fue ir al predio donde ahora viven Sancho y su familia. Ni bien Sancho la vio, torció la cabeza y se fue trotando para otro lado.

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