Florecieron los
aromos y las retamas, las violetas, los jazmines. El aire parecía decir: “Yo
soy la misma primavera que vengo todo a perfumar”. Abrí las ventanas y no vi
ningún color, ni el olor de los espliegos que me hacía estornudar. Quise respirar
hondo y entonces lo percibí. El corazón latía desde que nací, mis manos estaban
tibias porque el sol las rasaba. Algo cerca del corazón ya no estaba, no era
que dolía la panza o el esternón, había una ausencia que rodeaba la zona del
pecho, algo que manda sentir tristeza, alegría, pasión, amor y desventura. La
mirada rezagada de alguna adolescente que se ruborizaba al verme pasar. Una voz
de alguien me dijo: —Sos un tipo desprolijo y te olvidás en cualquier parte,
pero esto ya es el colmo, perdiste el alma y sin eso se vive mal, apagado, la
indiferencia te deja sin ganas de nada.
No me importaba
lo que decía ese alguien que yo ignoraba quién era, pero fue el que me avisó.
Busqué mi alma entre sábanas y almohadones, abrí el ropero, entre mis
calzoncillos no estaba, sentí algo muy suave, pero era la bufanda de pelo de
conejo. Corrí a la cocina, porque anoche escuché algo muy raro, tal vez mi alma
jugó con las cacerolas. En el baño no estaba, además era invisible. Pero sé cómo
se encuentra, me recuesto en el pasto y a lo mejor es piadosa y me halla. Me
duermo otro ratito.
Escuché la voz
de mi mujer, que hacía dos semanas que había partido. —Ay, por fin!...-Me
volvió el alma al cuerpo-.

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