Los sonidos
estallaban, no se molestó en mirar de dónde, ni salir a ver de qué se trataban,
otro estallido y después dos más. Luego volvió el silencio, su compañero de
siempre, en la holgura del pensamiento. Cerró todas las ventanas, dormía de
pie, sin medias y sin zapatos, con los ojos bien abiertos, esperando que
viniera, aquel que nunca volvió.
Horas sin cambiar
de postura, cuando el primer sentimiento fue una margarita que daba vueltas y
vueltas, como si la fuera a abrigar. Era el sol, que no sabía, la rabia que le
tenía, o aquel zagal barrigón, que le mintió tantas veces diciendo cómo la
amaba, para quedarse otra noche con techo, comida y colchón.
Lo echó con una
horqueta, gritando: —Chancho gordo, andá a comer la basura y drená la grasa
inmunda que salpicó hasta en mi casa.
Sintió que
alguien entró, abrió puertas y persianas, como si fuera recién la invitó a
mirar la luna. Ella le dijo que no, tuvo miedo de perderlo.
—Aquí me siento
segura, vos andá que yo te espero, dejá la puerta cerrada, pero las ventanas
abiertas.
De esa luz
apasionante, que conoció alguna vez, ahora entraba por las ventanas,
recorriendo toda la casa, repartiendo su estupor de luna llena y ella
sintiéndola toda toda, casi sin respirar, por respeto y con miedo que se fuera,
no le dijo que estaba ciega y el amor le agonizaba, se recostó en una cama alta
y desde allí se sentían las risas de él y de la luna.
Por fin pudo
cerrar los ojos y esta vez fue para siempre, partió con las risas en los oídos
de los amantes traidores.

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