La vieja decía: —María
Isabel, adentro.
El zaguán pura franela,
le daban permiso diez minutos al anochecer, para que no hablen los vecinos.
—María Isabel,
sacate el hábito. -Así le decía la vieja al uniforme de la escuela-.
Era tan católica
que tuvo los hijos que le mandó Dios, una docena. Dios se propasó con ella, era
raro, quedó viuda y siguió pariendo hijos. Al primero se lo creyeron. Pasados
los dos años tuvo otro hijo y otro después de otro hasta la menopausia y ahí no
parió porque no pudo. Allí dejaron de creerle todos, menos el Obispo, porque la
vieja hacía donaciones públicas y sobres privados al Obispado.
Fue mi mejor
amiga de enfrente, a los doce tenía veintidós hermanos, compré el primer atado
de puchos, su nombre, reducido a Isa, pidió:
—Convidame por favor.
Nos metimos en
el subsuelo de la Catedral y fumamos tres al hilo, sobre la tumba de Dardo
Rocha, me pidió uno para llevar a su casa. Antes de volver nos llenábamos con
chicles de menta. La Madre la pescó fumando mientras miraba un teleteatro. La
muy estúpida dijo que el pucho era mío. —Mamá no te enojes conmigo, enojate con
ella, me convenció que si fumáramos, Dios nos bendeciría.
Un día fui a su
casa y salió Isa con cara de zorrita. —Perdoná, pero mi Mamá no quiere que
seamos más amigas. Dice que adentro tuyo vive el Diablo y me lo estás
contagiando.
Hice dos pasos
atrás: —¿Y vos no me defendiste?
Tenía la mentira
preparada: —Para nada, a mí me conviene no juntarme con vos. ¿Sabés lo que dice
mi novio? Que ojalá yo tuviera tus tetas, debe ser la primera vez que mi vieja
tiene razón, a nuestra edad nadie tiene tetas.

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