Camino en una
dirección, dejo mis pasos en su función y me dedico a mirar frisos de casas
antiguas, con interferencias de carteles que me impiden verlos completos, o los
conejitos de los frontones, encantados de esos lugares soleados, sin manotas
que los arranquen, para tirarlos en las esquinas.
Me fui de mambo,
como me pasa a estas horas, caminaba mirando hacia arriba, baldosas desparejas,
rotas, cascotes, soretes de perro. A los setenta se camina mirando hacia abajo,
me olvidaba, trabajos a medio hacer en las veredas, tapadas con imprevisibles
chapas de cinc. Por eso prefiero perderme en las palomas, las de la paz, no las
que te cagan en la cabeza y algún idiota te dice: —Dejate, traen suerte.
Me dejé ir de
nuevo, tropecé con nada y me caí largo a largo, siempre sucede que antes de
levantarme, busco con desesperación mis anteojos de sol. Hoy por ejemplo tres
voces jóvenes, un señor y una señorita, me levantaron con una prolijidad,
obviando las exclamaciones: —¡Hay pobre,
tenele la cartera!, ¿se siente bien?
Esta vez lo
agradecí, ahora me cuesta un rato pasar de la horizontal a la vertical, además
me entretengo inspeccionando si no me rompí la pollera, las medias y si me
lastimé o no, me nefrega. La cartera, sé que está, ¿quién se la va a llevar si
es de una Jubilada? Agradecí en silencio, que con tantos brazos, le dieron
liviandad a mi gordura. No como cuando era joven, que recibía de algún amigo,
prima o novio:
—¿Por qué no
mirás por dónde caminás?, boluda.

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