Saulo, Jefe de
Cátedra, pagaba de su bolsillo a Reina Diez para enseñarnos Historia del
Teatro, clases imperdibles, lecturas comparadas, fluía lo que sabía, pero nunca
apabulló. Se cubría, no se vestía, un zapato de un color y otro diferente, con
las medias era igual, equivocaba el cierre de los botones y su eterno tapado
negro hacía una diagonal.
Saulo también le
pagaba a un tal Profesor Daughet, nos enseñaba a pintar bocetos o alguna obra a
entregar. Era un personaje singular, un año fumaba puchos y al siguiente, semillas
de girasol, un mago para quitar las cáscaras, con dos uñas entrenadas resolvía
la situación.
Saulo lo sacaba
del taller y le decía en voz alta que nos hacía hacer trabajos realistas. —Tras
que son medio dormidos, les enseñás mariconadas.
Y el otro le
contestaba: —Si no te gusta mi trabajo, mejor me voy.
Saulo lo
convencía que se quedara, era el único dinero que recibía, para una pieza de
pensión y la comida. —Y después de todo, los chicos practican.
Eran tiempos de
esplendor, los Profesores, todos, sabían de qué hablaban y daban ganas de
investigar. No había tecnología. Sólo máquinas de escribir. A medida que
cursaba, mi viejo me compraba todos los libros. Y así se dieron las lecturas en
grupos, las discrepancias y coincidencias. En aquel tiempo no tenía conciencia
que me nutría de un tesoro para siempre. Por el contrario lo denostaba.
Ahora que ya soy
vieja, me acuerdo de todos ellos. Años después fue mi hijo, yo me la vi venir.
Él eligió Dibujo, tenía talento desde la época del garabato. Sus trabajos
dejaban a los Docentes sin palabras y encima lo criticaban, con mala leche y
envidia. Dejó la Carrera y dibujaba con otros, en un galpón alquilado. Del
Dibujo pasó al Tatuaje, aprendió con gente de Buenos Aires, distintos modos de
trabajar y medios. Como las máquinas, que lúmpenes genios le fueron vendiendo.
Hizo cursos de Asepsia y Bioseguridad. Con el tiempo fue un grosso y muchos
pendejitos de Bellas Artes, querían tomar clases con él. Hizo la propuesta al Decano
de la Facultad, dar clase dos veces por semana.
El tipo pareció
convencido y dejó que diera una clase, a sala llena, donde habló de cosas
elementales, muy buenas para no hacer carnicerías con el oficio. Se hizo un
pedido al Ministerio, adujeron que el tatuaje no era un Arte, ni estaban
dispuestos a dar un presupuesto para mamarrachos en los cuerpos.
Ahora él se caga
de risa, porque vive de eso y le pagan bien. Un día me dijo: —No sabés Mamá,
cómo late el corazón, cuando veo pasar un cliente con un tattoo hecho por mí,
soy una obra rodante, no necesito exponer, la gente lleva en la piel las cosas
que yo imagino.

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