Voy todos los
años, es un lugar tranquilo, hay un rancho cuadrado y chiquito, tiene dos mesas,
en una me siento yo, escribo sedada por esa gente tan virtuosa, que resuelve el
almuerzo con un pescado recién pescado, a la plancha, media papa y un café.
La otra mesa la ocupa una chica siempre de
vestido blanco, jamás se mete en el mar, saca fotos todo el tiempo, pidió
permiso para lograr un retrato de mí escribiendo, pero en un banco deshecho de
la playa. Le di mi dirección, no lo mandó.
Se fue antes que
yo, a mí me gusta que en ese lugar nadie me habla, se mezclan con mis mundos.
Aunque no quiero me hacen cambiar el sentido de mis cuentos. El Bañero, que
dormía en su casilla, me contó que la luna desaparecía pasando los dos médanos
más altos de ese lugar.
Le mentí que
prefería ver cómo el sol se despedía en el horizonte del mar. —Vos te estás
perdiendo la luna, hace todo un recorrido donde primero se pone enorme, de un
blanco amarillento, no necesitás lentes oscuros porque no agrede como el sol.
Quedé mirando
todo lo bello de su aparición, la seguí la noche entera, pero los pies se
metían en la arena y me costaba seguirla, aparecieron dos chicos que corrían a
más velocidad, delante de mí, la luna alborotada, ya se quería escapar, aumenté
mi ritmo como si en ello me fuera la vida. Los chicos que iban delante me tiraban,
por sus pasos, tanta arena en mis ojos que no me pude despedir. Llegué a la
casilla del Bañero y le pedí gotas oculares, después de contarle mi aventura,
me invitó a dormir, ya lo había imaginado y un triángulo de luz iluminó la
cama, había tres personas, los niños de los médanos y su Mamá, todo igualitos.
Eran su familia.
Me sentí tan
culpable, que le dejé un papel ensobrado, donde le pedía perdón por ser tan desconfiada.
Él me dejó otro papel, pegado dentro de mi carpa: “Hoy se van mi hermana y mis
sobrinos, si querés venir conmigo a dormir, viste el tamaño de mi cama, nos
podemos divertir y salir luego en mi todo terreno, a ver la luna y su escondite”.

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