No sé si los
pozos se secaron, pero no hay más aljibes con agua. La gente los deja de adorno
y les hace trepar madreselvas. A las bombas de agua, que antes tenían agua
fresca y transparente, ahora por más que bombeen, no sale ni una gotita. Dicen
que fueron las napas, que se secaron. En las afueras de Chascomús vivían dos
viejecillas que amaban los tiempos coloniales. Las baldosas eran rojas y
brillaban solas con un trapetón, contaban con Aurorita, que limpiaba toda la
casa con el agua del aljibe para los pisos y de bomba para tomar.
También era muy
vieja, Aurora, pero nunca se sentaba, siempre había algo que hacer. El Jardinero
era un negrito sobreviviente, criado de la Madre de Rosas, ella se los vendió
por una jarra de plata. Doña Encarnación era generosa, parecía mentira que
tuviera ese hijo, gordito, cachetón y de rulitos. Las viejitas no lo querían,
pero tenían su retrato en la sala para cuando Doña Encarnación, venía de visita
a tomar un licor de menta. Hablaban de los finados, algunos muy elogiados y
otros, tontos y soberbios, que engañaban a sus mujeres. Para esa charla
convocaban a Aurorita y al Jardinero, ellos tenían más memoria para recordar
las degeneradeces que se permitía aquella gente, además de cruzar a Europa,
mínimo cuatro veces y hasta se llevaban una vaca, para ordeñar en el barco.
Aurorita paró la
mano con la limpieza y empezaron las arañitas por las ventanas, para hacer sus
frágiles tejidos, llegaron a todas partes, tejieron la mesa para agasajar, las
sillas ni entre todas las podían levantar de tanta araña que se movía de aquí
para allá, buscando más.
Cuando llegaron
a la cocina, nunca más pudieron usar vajillas, ni las sartenes de cobre, ni las
soperas inglesas. Se tomaron toda el agua del aljibe y la rellenaron con telas
impenetrables inutilizaron la bomba y las arañas crecieron tan grandes, que
dejó la vida en suspenso de Doña Encarnación. Una araña se le metió en la garganta
y por más que todos ayudaron, tuvieron que abandonar, porque aparecieron cuatro
arañas más, que por un agujero o por otro, dejaron a todas finadas.
Las arañas
siguieron su voracidad implacable. De la casa no quedó casi nada. Luego de un
emprendimiento inmobiliario, se aprovechó aquel terreno, levantando un edificio.
No se vendió ningún piso, la primera razón es que no había dinero, la otra, que
nadie decía, era el miedo a los fantasmas que seguro sobreviven.

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