Lo dejaban en un costado de la vereda para
que tomara sol. Andaba en una silla de ruedas, nosotros pasábamos y lo
saludábamos, era el único momento que sonreía y le daba alegría. Éramos una
banda de forajidos, le preguntamos al viejo si no quería dar una vuelta.
Nos turnábamos para pasearlo. La calle era
una bajada. Lo ubicábamos en la punta y la silla andaba sola.
─¡Eh, ché! Paren un poco, vienen autos,
micros, camiones, cualquiera me pasa por encima.
Así fue como un auto lo atropelló, él se cayó
de la silla, pero no se pudo hacer nada, murió incrustado en el asfalto. Y lo
más extraño de todo, era que la silla andaba sola. La seguimos pero no la
pudimos alcanzar. Al Colegio íbamos en subte. Cuando vimos la silla, yo fui el
primero en sentarse. El Subte frenó de golpe y los pasajeros cayeron unos sobre
los otros, incluso yo. Cuando se abrieron las puertas, la silla fue la única
que bajó primero.
Nos encontramos varias veces con la silla,
decíamos “Chau!” y se quedaba un ratito. Si alguno de nosotros tomaba asiento,
la silla lo hacía caer y seguía su ruta. Las personas reparaban en ella,
algunos trataban de seguirla. Entre la multitud se perdía enseguida. Iba a
descansar al mismo lugar que estaba antes. Se ubicaba para tomar sol, la vimos
nosotros.
Cuando nos acercamos, ella empezó a andar a
toda velocidad. Quería estar sola, por eso se fue a vivir a Orense, se detuvo
en lo alto de un médano, parecía que miraba el mar. No parecía, lo miraba.

No hay comentarios:
Publicar un comentario