Había dos patrulleros en medio del asfalto,
como nunca pude dormir en un ómnibus, las luces me cegaron, todas en dirección
a mis ojos. Entraron dos gendarmes que se llevaron una mujer, con unos bolsos
de verdura.
Cuando pasó a mi lado dejó tres bolsas de
azúcar en mi falda. Le agradecí, para mis adentros, aunque fuera delincuente.
Pidieron a todos los pasajeros documentos, las dos vacunas, los barbijos y a la
voz del Gendarme Mayor, se fueron.
Cuando llegué a mi rancho, mis cinco hijos
lo estaban blanqueando.
─Chicos, conseguí azúcar. Eran los últimos
tres kilos que le quedaban. Es algo más larga la historia. Para resumir los convido
con una cucharada de azúcar.
El más grande abrió el paquete y llamó a sus
hermanos, todos la conocían, era común en los boliches de mostrador largo,
incluso en el corto del Almacén de Ramos Generales. Hacían líneas derechitas y
le daban una pajuela para el que quisiera. Nosotros vimos los resultados, los
chicos se aceleraban y llegaban a ponerse violentos. Los fines de semana, los
asistentes crecieron en número.
Los cinco hermanos decidieron comprar
bolsitas chicas de nylon transparente. Empezaron a vender y les llevó tres años
vender todo. Al finalizar tomaron un ómnibus a cualquier parte, pero lejos,
bien lejos. Había dos patrulleros cruzados con toda clase de luces que no
permitían mirar.
─Son todos chicos, no vale la pena
revisarlos, además hoy trabajé demasiado, pueden seguir.
─Sargento, necesito decirle la verdad: se
cortó lo que se daba, ya no tenemos nada.

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