Estaba solo como yo. Lo traje en una mano.
Le daba alimento con gotero, mamadera y al poco tiempo comía por sí mismo. Mis
pantuflas fueron destruídas, hasta convertirlas en guedejas inermes.
Pensé en pegarle, pero me miró con la
inocencia del que no sabe y no pude. Cuando mordió los almohadones del living
las plumas suspendidas me hicieron pensar en odio nevado, enrollé unos diarios
y arremetí contra sus sentaderas. Era lo único que tenía afuera, el resto del
cuerpo lo trabó bajo mi cama. Lo saqué al jardín, ladró hasta que se prendieron
las luces de los alrededores. Cuando me fui lo entré, hacía frío.
Regresé tarde y contento. La mitad de mi
novela fue aceptada con elogios y me pidieron el resto. Tenía cuatro días. La casa
era un infierno. Despedazó el colchón y masticó todos los libros del primer
estante. Se arrastraba estilo hipócrita. Le di un puntapié y aterrizó en el
jardín. Se transformó en alguien de afuera. No volvió a dormir bajo techo.
Construí una casita de madera y arriba pinté su nombre: “Sorete”. Él quedó
encantado, me besaba la cara y las manos agradecido. Al cuarto día tenía mi
novela terminada. Quise festejar con alguien. Desayunamos juntos, adentro. Salí
volando, no sin antes pasar por mi escritorio a retirar el material. Todo mi
manuscrito hecho trizas, mi compu hecha trizas y sin memoria. Sorete había
entrado por el ventiluz de la cocina. Lo abracé para ahorcarlo y él me clavó
sus colmillos en la carótida. Quedé tirado sobre las baldosas, no pude mover un
pie, con una mejilla nadando en sangre. Sorete movía la cola y me alcanzaba
pedazos de la novela. Movía la cola y limpiaba mi herida con la lengua. Esperaba
un mimo, el muy sorete.

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