Volvimos después de cuatro años. Justo
cuando todos terminamos el último año del Colegio. Estábamos grandes, pero en
ese campo recuperábamos la infancia. Seguíamos siendo, según la Tía Emma: “Catrasca,
catrasca”.
En la casa había un olor raro, bastante desagradable.
Bajaron los techos y resultó ser un cementerio de murciélagos muertos. Apareció
una construcción de vigas impecables, como si fueran nuevas. A mí, que era la más
grande, me mandaron a plumerear los cuadros del lado de atrás. En uno casi
desmayo, había un murciélago dormido aplastado contra la pared.
─Tengo una idea ─dijo mi Hermano─ si nos
subimos al molino grande, los murciélagos no podrán con nosotros.
Lo que no imaginábamos era que había un panal
enorme de camoatíes. Lo superamos a palazos. Temimos que algo más pasara o la
casa estaba embrujada, o era producto de nuestra imaginación.
─Chicos, vinimos a disfrutar, no pensemos
más en cosas feas.
─¡A dormir la siesta todos! ¡Ya!
Sonó desapacible, aburrido y tentador, el
desafío de escapar. Sin decir palabra, con el mismo sigilo de las serpientes,
nos reunimos en la galería trasera. Había un panal colgante, de abejas, que las
ponía contentas nuestra presencia. Manaba miel sobre las baldosas, era su
regalo. Le pasábamos la lengua a toda la
galería. Por último decidimos cumplir la consigna de los mayores, fuimos a
dormir la siesta todos enmelados.
─Señora Emma, la casa está pringosa, llega
hasta las sábanas de los chicos.
─Nada de culpar solapadamente a mis
Sobrinos, se lo leo en los ojos. La obligación de usted, Maruca, es limpiar
todo. No se tome el tiempo, hágalo pronto, hágalo ya. Antes de renunciar a su
trabajo, haragana sinvergüenza.

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