Ni bien levanté la persiana miré la ventana
de enfrente. Había una Mujer que la brisa le tapaba la cara o parte de ella,
porque me miraba fijo. No estaba muy seguro, tal vez miraba las plantas o alguna
parte del edificio.
─Martín,
vas a perder el micro, son 8.30. No me explico por qué te ponés el despertador,
si lo apagás y seguís durmiendo.
Se convirtió en una obsesión la ventana de
enfrente y la Mujer que estaba siempre ahí en posturas diferentes, usaba un
pullover rojo o un saco negro, con una mano rígida tomaba vasos con líquidos
oscuros o transparentes. A veces inclinaba la cabeza mirando hacia abajo,
esperando alguien o algo.
En el verano se descubría la espalda, tomaba
el sol de la mañana. Cuando me levantaba en mitad de la noche, para tomar agua
o hacer pis, había luz en su ventana y ella clavaba sus ojos en los míos.
Un día no pude más y crucé hasta el edificio,
aproveché que alguien salía, para entrar. Conocí el piso donde vivía, claro, si
era la altura del mío. Toqué el timbre y me atendió una Mujer que preguntó:
─¿Usted viene a buscar el vestido de su
Madre? Si mal no recuerdo iba a estar para hoy, me faltan unos diez minutos.
Siéntese donde quiera.
Ella se metió en otra pieza, dejando la
puerta entornada, y la vi, no era una persona, era un viejo maniquí con cabeza
manos y piernas.
─Ya lo tiene listo, noto que mira con
insistencia, entre que se lo muestro, éste lo hizo mi Abuelo, un ebanista que
fabricaba maniquíes.
Mientras bajaba las escaleras me fui
tranquilizando. Cuando llegué a mi edificio miré por la ventana y estaba ella
clavándome los ojos.

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