Cuando llegaba la ropa lavada y planchada,
la que distribuía era mi Abuela Laura. Emma dejaba de hacer solitarios:
─Dejá, Laura, que la ropa la guardo yo ─y decía─
esto aquí, esto aquí, esto aquí, esto aquí ─y así hasta la última prenda que
ocupaban cajoneras y roperos.
Emma resistió hasta donde pudo y se murió.
Tenía 27 sobrinos, pero sus únicos herederos fueron mi Tío y Papá. Los 25 que
quedaron no podían disimular el disgusto que les dio. Asistieron al velatorio,
ni bien se enteraron, se fueron sin saludar.
Ellas vivieron en Buenos Aires en un primer
piso de la Calle Sta Fe, donde paraban siete micros. El smog llegaba hasta la
cocina. Lavaban los cortinados una vez a la semana. Laura los prefería más deteriorados
que mugrientos. Los Administradores del campo quedaron en manos de mi Padre y su
Hermano. Papá, que era un Señor muy correcto, pagaba los impuestos en tiempo y
forma. Mi Tío se negaba a pagar. Allí fue donde decidieron dividirlo. Tiraron
la moneda, cara o seca, a Papá le tocó la parte trasera y a mi Tío el predio
delantero, donde estaba el monte de eucaliptus y la casa centenaria.
Fue una mañana de primavera y girasoles
abiertos. El Tío era muy codiciado por la mujeres del pueblo, ricas y viejas. Había
sido muy pintón y el transcurrir del tiempo, junto al exceso de alcohol lo
deprimió.
Volviendo a esa mañana: se preparó una
bañera llena de espuma, se secó con cuatro tohallones, se vistió con su mejor
traje y un perfume francés que inundó toda la casa. Desayunó lo de siempre, dos
medidas de whisky. Nunca entraba en la cocina, pero era el mejor lugar para ver
los girasoles rotando. Entre reproducciones de Molina Campos, encontró un viejo
arcabuz del Abuelo y se disparó dentro de la boca. El sonido repercutió hasta
la casa de mi Padre. Salió de inmediato y puteando decía:
─Dios, porqué eres tan idiota, primero se
mató mi Bisabuelo, luego mi Abuelo, no más tarde mi Padre y ahora este
pelotudo.

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