Mi Tía Emma les dejó a mi Padre y a su Hermano
3.000has, eran tiempos en que se tiraban cabezas de ganado, se alimentaban del
pasto gordo que tenían esas tierras. Bebederos por doquier, tres tanques
australianos con el piso sin cemento.
Pasábamos largas temporadas en una casa
enorme construida por Rosas y refaccionada por la Tía Emma.
Había un monte de eucaliptus que rodeaba la
casa. Cada tanto estaba gubiado el nombre de todas las hermanas. La Tía Adela
era todo un personaje. Una noche de tormenta se ahorcó en la rama más antigua,
la que iban a talar y sacar al día siguiente. Parecía que hubiera acompañado la
muerte de su árbol más querido, el que llevaba su nombre.
Donde acomodaban leña estaba lleno de
serpientes. Mi Papá no quería que mataran a ninguna:
─Hay sequía en las sierras, por eso se
refugian acá.
Él las agarraba con la mano y les hablaba
suavecito, jamás lo picó ninguna.
A pesar de ir todos los años, no conocíamos
las sierras, quedaban tan lejos que apenas se veían.
A mi Padre no le gustaba el pueblo de Tandil,
decía que si les mostrabas los dientes a la gente, con seguridad te cagaban. Y de
verdad era así.
Estaba el rancho de los Caseros que se
entretenían matando moscas. Los aljibes con el agua que llegaba hasta la mitad.
A mi Primo menor, lo metimos dentro de un balde, le prometimos que después lo
sacaríamos. Y él, lo más contento, nos creía. La soga se descolgó y lo dejamos
gritando como un marrano. Alguien lo socorrió, ni él mismo supo quién fue.
Desayunábamos leche tibia, recién ordeñada,
con la nata hacían manteca que untábamos con pan casero. Éramos tan terribles
que los grandes acordaron devolvernos al cemento de Bs. As.
Nos mandaron a la Estación en un sulky sin
techo. Íbamos todos panzas arriba y veíamos pasar las hojas de los eucaliptus,
parecían decir:
─El verano que viene nos vemos.

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