León y Tito,
compartían el alquiler de un depto. En La Plata. Constaba de dos dormitorios y
un amplio escritorio, respetaban sus espacios y casi no se veían, uno trabajaba
de día y otro de noche. León tenía un gato barcino, naranja y blanco, pasó de
pequeño menudo a cuadrúpedo gigante. Le gustaba amasar la panza del que
estuviera durmiendo, mientras hacía ronrones eternos.
El domingo,
único día de descanso, desayunaban juntos con el gato Tin Tín en la misma mesa,
Tin Tín odiaba ser discriminado, tomaba agua de la canilla, hacía sus cosas en
el sanitario y sabía apretar el botón. La mañana de este domingo, Tito se
dirigió a la cocina, gritó y cerró la puerta.
—¿Hoy que se
puede dormir hasta tarde me despertás con gritos y portazos?
—Entrá vos a la
cocina, si te da el estómago.
León abrió la
puerta, miró y cerró.
—Hay sangre en
todos lados, en el piso un charco con una paloma agonizando. ¿Qué hacemos?
—No loco, qué
hacés vos, el gato es tuyo.
Al final
entraron los dos, Tin Tín los recibió con una paloma blanca de regalo, hasta
pretendía ser felicitado.
León tomo del
cogote a su gato, lo puso bajo la ducha fría cinco minutos. Lo envolvió en un
tohallón y quedó encerrado en el baño con doble llave. Tito dejó la cocina
impecable, estaba más blanco que la paloma. La depositaron en una caja y
volaron a un veterinario de turno, cuya única solución era sacrificar el bello
pájaro.
—Sos más bestia
que los médicos de personas.
-Dijo León, escupiendo la vidriera-.
-Dijo León, escupiendo la vidriera-.
Entre ambos,
sobre la mesada de la cocina, suturaron todas las heridas de la paloma, que los
miraba con dolor agradecido, como sólo las palomas lo hacen. Convaleció una
semana en un placard vidriado. Le realizaban los curetajes una vez al día.
Observaron que movía las alas y optaron por darle de comer, cuando terminó su
primer colación, aprovechó la distracción de los amigos e hizo lo mismo que su
especie, pájaro que comió, voló. A Tin Tín, encarcelado en el dormitorio de
León, le levantaron su condena.
Cuando alguno de
ellos retornaba de su trabajo, ya olvidados del intento de palomicidio, Tin Tín
les daba la espalda, suspendió los masajes de panza y los ronrones. —Así no me
gusta, Tito, vamos a comprarle pescado, nos tiene que indultar.
Tin Tín los
perdonó, a sus mimos ronroneros, agregó el de morderles las orejas, suavemente,
claro. 
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