jueves, 17 de agosto de 2017

SILENCIOS MIMADOS


   Tan tímida, casi no abría los párpados para mirar sitios, que alguien le señalara. Parecía querer ausentarse de sí cuando le dirigían la palabra, aunque fueran palabras suaves de cuento, o inquietantes por remitirla a mundos desconocidos. Nunca miró la araña del comedor, con telas de araña que construían sus atrapabichos. Un rayo de sol que empezaba en la ventana, le mostró el delicado tejido de las arañas.
   Los martes aparecía el primo Alberto. —Hola! Mi querida Anto.
-Y le daba tres besos mejilleros.- Qué hacías?
   Anto era muda, pero explicaba con el cuerpo con tanta gracia y austeridad, como Marcel Marceau.
   Ese día mimó, cómo una margarita constaba de 24 pétalos. Alberto la admiraba, por no emitir palabras, el silencio de sus conversaciones gestuales, dejaban un espacio de afecto tácito.
   Desde que sus padres hicieron un viaje al cielo, Anto vivía con ocho gatitos. Una señora iba dos veces por semana y le cocinaba rarezas que guardaba en el freezer. Trasladaba la mugre con un plumero y se sentaba en la galería, junto a Anto, hablando sin palabras.
   —¿Vino tu primo Alberto?...Ah, sí, acá me dejó el dinero. Anto, no es bueno que pases tantas horas con él.
   Anto juntó sus cejas, con temor —No te asustes, pero me parece que van muchas veces que se queda más de lo necesario.
   Anto se abrazó a sí misma, dio vueltas y mostró una sonrisa plena. La señora se despidió con besos pringosos que Anto secaba con prontitud. Esa noche de martes, Alberto, entró por la ventana. Estaba violeta de frío. —¿Me puedo meter en tu cama? Hice diez kilómetros bajo la nieve. Derrapé con el auto, ahí quedó, no arrancó, salí del gimnasio con ropa de tenis, soy un bol…perdón casi digo...
   —Boludo.-contestó Anto.
   Alberto quedó pasmado —Desde que te conozco sos muda, los médicos dijeron…
   —Los médicos no saben nada, además puedo hablar con mis gatitos, ellos conocen mi voz, pero no le cuentan a nadie, son mis leales compañeros.
   Dijo Alberto, rojo —¿Y ahora qué hago?
    —Metete en mi cama, nos ponemos los gatos encima y el calorcito será glorioso.
   Los dos miraban el ventanuco del techo. —Me regustaba tu mudez, los silencios bailados para explicarlo todo.
   Anto no dijo nada, durmieron. Por la mañana Alberto ya no estaba, no regresó el siguiente martes, ni el otro, ni ninguno.
                                             

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