Tan tímida, casi
no abría los párpados para mirar sitios, que alguien le señalara. Parecía
querer ausentarse de sí cuando le dirigían la palabra, aunque fueran palabras
suaves de cuento, o inquietantes por remitirla a mundos desconocidos. Nunca miró
la araña del comedor, con telas de araña que construían sus atrapabichos. Un
rayo de sol que empezaba en la ventana, le mostró el delicado tejido de las
arañas.
Los martes
aparecía el primo Alberto. —Hola! Mi querida Anto.
-Y le daba tres besos mejilleros.- Qué hacías?
Anto era muda,
pero explicaba con el cuerpo con tanta gracia y austeridad, como Marcel
Marceau.
Ese día mimó,
cómo una margarita constaba de 24 pétalos. Alberto la admiraba, por no emitir
palabras, el silencio de sus conversaciones gestuales, dejaban un espacio de
afecto tácito.
Desde que sus
padres hicieron un viaje al cielo, Anto vivía con ocho gatitos. Una señora iba
dos veces por semana y le cocinaba rarezas que guardaba en el freezer.
Trasladaba la mugre con un plumero y se sentaba en la galería, junto a Anto,
hablando sin palabras.
—¿Vino tu primo
Alberto?...Ah, sí, acá me dejó el dinero. Anto, no es bueno que pases tantas
horas con él.
Anto juntó sus
cejas, con temor —No te asustes, pero me parece que van muchas veces que se
queda más de lo necesario.
Anto se abrazó a
sí misma, dio vueltas y mostró una sonrisa plena. La señora se despidió con
besos pringosos que Anto secaba con prontitud. Esa noche de martes, Alberto,
entró por la ventana. Estaba violeta de frío. —¿Me puedo meter en tu cama? Hice
diez kilómetros bajo la nieve. Derrapé con el auto, ahí quedó, no arrancó, salí
del gimnasio con ropa de tenis, soy un bol…perdón casi digo...
—Boludo.-contestó
Anto.
Alberto quedó
pasmado —Desde que te conozco sos muda, los médicos dijeron…
—Los médicos no
saben nada, además puedo hablar con mis gatitos, ellos conocen mi voz, pero no
le cuentan a nadie, son mis leales compañeros.
Dijo Alberto,
rojo —¿Y ahora qué hago?
—Metete en mi cama, nos ponemos los gatos
encima y el calorcito será glorioso.
Los dos miraban
el ventanuco del techo. —Me regustaba tu mudez, los silencios bailados para
explicarlo todo.
Anto no dijo
nada, durmieron. Por la mañana Alberto ya no estaba, no regresó el siguiente
martes, ni el otro, ni ninguno.
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