Puso su mano transpirada, la escurrí, del asco a la mugre ajena. Era una paciente con piojos, cuando soltaba una palabra o cualquier gesto lo barajaba en el aire, únicos datos recibidos de ella. Me contagió los piojos. Todos tenían piojos. Aprendí a convivir con ellos. Más de uno decía cosas sensatas. Fuera de mi trabajo, mi familia era el bar, hablé con la sensatez de aquel paciente.
—Qué te pasa? Decís cosas insensatas ¿Te contagiaron los loquitos?
—Sí, los piojos, los gestos, las palabras, los ojos perdidos en neblinas que pasaban por sus corazones en múltiples circunstancias. Sin horarios, sin ropas, sin frenos, trompadas impotentes, con brazos cruzados, atados con telas raídas sucias, ni colchón que amortigüe el golpe elegido de la cabeza en el cemento. Decían que había salas menos bravas. Mentira. Gracias si me podía hacer de un grupo. Algunos tenían ganas de trabajar, dos enfermeros ayudaban y muy pocos llegaban a recuperaciones lindas. Había infiltrados que revertían aquellas linduras, los aceptaba de prepo y trabajaba igual, pero más y más, hasta que me convencí que yo no era Dios.
El día que apareció Cecilia cambió mi perspectiva. —Dr, me presento sola, no encontré a nadie…epa, lo veo con cara de “me suicido de noche, resucito de día”. Soy la Dra Ceci, así me dicen. Vos sos el nuevo, Dr Víctor, me anotició el buchón de la entrada. El imbécil cree que sé todo lo que pasa aquí dentro. Yo le pongo cara de estúpida, te recomiendo hacer lo mismo.
—Bueno, por fin voy a tener alguien con quién intercambiar, estoy solo desde que entré y hay casos que necesito controlar, evaluaciones, métodos…
—Víctor acá tenés que usar tu inteligencia, tu corazón metelo en el bolsillo y fíjate si late de vez en cuando, es por protección neuronal.
Y se rió cristalino, presentí un alguien valioso.
—Sabés que hay tanto personal que viene, cobra y se va, parece una joda, cosa de milicos, son todos parientes.
Le conté de mejorías grupales, rompiéndome el mate y con arañazos sorpresivos, me ayudaron dos enfermeros doctos que saben más que yo.
—Víctor te invito a recorrer algunos sectores que andan bien ¿Vamos?
Ceci caminaba rapidito y al toque señalaba pacientes con problemáticas diferentes exhaustivamente conocidas por ella, aplicaba medicinas atinentes, no agresivas. —Dra Ceci, me estás dando clase ¿Cómo sabés tanto?
—Yo no sé nada, los que ya no están eran sabios eficientes.
—¿Se murieron?
—No, les dan traslado y nuca te enterás dónde. Vení que te muestro un pequeño pabellón de privilegio.
Me llevó del hombro, como una colega de toda la vida.
—Este paciente es un oligo epiléptico, la Flía lo metió en solitario, su caso no tiene remisión. Hay un enfermero desconocido que le da inyecciones “raritas” y trae comidas especiales.
—Ceci, lo que me contás es injusto…es…
—Es hijo de Videla, ¿Qué querés?, dale vamos a laburar, es lo único que podemos.
Ceci faltó muchos días. No volvió y nadie supo. Ella fue la única mujer que lloré en mi vida. A los veinte días me dieron el traslado a Melchor Romero.
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