Julio era genial para estudiar, porque el
cansancio lo inundaba rápido. Proponía jugar al ajedrez, corriendo los apuntes
a cualquier lado, el escritorio liso, Bruno acomodaba las piezas y tenía la visión
perfecta de Ana al fondo, tomando el sol del mediodía. Sólo atisbaba cintura y
caderas de balanceo imperceptible. La pensaba frívola, tilinga, indiferente y
mil argumentos, para que aquellas caderas no le secaran la garganta. Cuando el
tablero estaba armado, Julio se cansaba antes de empezar, igual su amigo
siempre le ganaba.
—Me permitís?
Tengo que buscar algo que dejé, no me acuerdo dónde. Esperame, o no me esperes,
como quieras.
Sin más se
retiraba, para nunca regresar, después le hablaba, por lo común, al día
siguiente.
Bruno se quedó
por ella. Cuando el sol se retiraba, Ana se acercó y mientras él juntaba los
apuntes, con placer y miedo, Ana rozó el escritorio con postura modulada,
estilo “Qué me importa”, hasta apoyar la cadera, cerca de la mano de Bruno. Con
sutileza de ofidio deslizó un —Perdoná, soy torpe.
Con ternuroso
descaro, le tomó la mano. —¿De qué es esa cicatriz, Bruno?
Él le explicó el
episodio de la sevillana en dos palabras. No se escuchaba ninguna respiración,
porque ambos generaron el espacio necesario, para que Ana besara la cicatriz y
le llevara la mano a su cadera. Para Bruno fue un implante definitivo, para
Ana, un tatuaje al día siguiente: la mano de Bruno en la cadera derecha.

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