Era mi primera
salida a la Ruta, dijeron que era más fácil que manejar en la Ciudad. Venía de
una discusión, quería saber de mi Padre. La velocidad poco prudente en medio
del viaje, hizo que un auto me atropellara. Sentí el golpe y perdí el
conocimiento.
Alguien me despertó
con su oxígeno en mi boca, me apretaba el pecho y soltaba, hasta que desperté.
Sentí que era prisionera de una neblina. No recordé ni cómo me llamaba. La
persona que me rescató hacía preguntas para darme pistas.
—¿Es usted mi Padre?
El hombre
sonrió: —No lo soy, lamento desilusionarte, yo soy el que atropelló tu
vehículo. Ahora lo más importante es ver tus heridas, tuviste suerte, no tenés
ninguna herida, sólo algún raspón y parecés no acusar nada más.
Traté: —Sé que debo
encontrar a alguien que todavía no conozco, me da temor, estoy segura que es
una casita entre árboles y nieve.
—Te ayudo a que
te pongas de píe, sostenete de mi hombro y subamos a mi maldita camioneta,
vamos a buscar el lugar que describiste.
Qué feo recordar
cosas separadas, la búsqueda de un Padre, Médico tal vez, o Escritor. ¿Ambas
cosas? Antes que me fuera, alguien dijo: ermitaño. Mi salvador miraba a la
derecha y yo a la izquierda. Encontramos un camino serpentina. Lo descubrimos,
dejamos la camioneta. Seguimos a pie, un bosque de pinos, mucha nieve y una
casa con paneles solares, era el escondite perfecto. Tañí la campana de la
puerta. Mi acompañante esperó conmigo. Se escucharon pasos y la puerta se
entreabrió. Había ventisca.
—Pasen, pasen.
Adentro una leñera
prendida.
—¿Qué los trae
por aquí?
Lo dije rápido: —¿Usted
no es mi Padre?
Me sorprendió la
respuesta: —Tengo hijos en cada lugar donde he vivido, alegrate, presiento que
sí, investiguemos, sos muy bella.
Le agradecí y
miré hacia atrás, pero ya no estaba. Escuché el motor de su camioneta. Vivo
perdiendo seres. La curiosidad de haber encontrado a mi Padre, estaba ahí.
Mi salvador,
lamenté con toda mi alma su ausencia. Él tenía ese no sé qué y miraba no sé
cómo y ahora está, no se sabe dónde.

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