Cuando recién me
ingresaron, tenía la presión tan alta, veía que cada cosa era múltiplo de
cuatro. Un brazo que no sentía lo pellizcaba, lo arañaba y hasta apagué un
cigarrillo en el hombro. Metí la mano en una cacerola con agua hirviendo,
quemaduras de tercer grado. El traslado en ambulancia, con sirena a decibeles
tan altos, me hizo sentir alfileres que se clavaban en la mitad de mi cuerpo.
Me dejaron
esperando en un pasillo. Dos Enfermeras dijeron que en unos minutos tendría mi
cama definitiva. Pasó una camilla con un hombre tapado hasta la cabeza. El
lugar que dejó él fue ocupado por mí. Pasé de la camilla a la cama. Un Médico
que ni miró, recomendó una inyección inmediata. Cuando desperté, al lado mío,
había otra cama y después otra, todas eran múltiplo de cuatro. Pabellón 4°,
largo y angosto. Hay una ventana al costado, tiene geranios y malvones, a veces
vislumbro a mi Abuela diluida, viene a regar las plantas cuatro veces por
semana. Es raro, porque mi Abuela murió hace mucho. Duermo y despierto con las flores, si tengo
suerte con sol.
Escucho los
pasos del Médico con sus alumnos, rodean mi cama y una Enfermera me destapa
y me desnuda. Me revisan sin saludar y se dirige a los alumnos: —Este hombre se
contagió de otros contagiados, que vinieron de Italia.
No tengo
visitas, no dejan pasar a nadie.
—Doctor, quiero
saber cuál es mi diagnóstico.
Cuando me
responde no escucho nada y soy consciente, he preguntado con una voz que no emite
sonido alguno. Recibo cuatro inyecciones por día. Ésas sirven para volver a ser
chico, recupero los juguetes, el triciclo y mi Mamá, que me acaricia la frente
mientras dice: —Ya va a pasar, ya va a pasar. -Y lo repite cuatro veces más-.

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