Por respeto al
protocolo de mí misma, seguí tomando mi cafecito de salir todas las mañanas. Lo
compraba en la Estación de Servicio, frente a la plaza. Me sentaba en un banco,
me quemaba la lengua para partir de inmediato, por respeto al protocolo.
Árbol por medio,
se sentaba una viejita de cabeza vencida, apoyada en un bastón que le permitía
mirar las copas de los árboles.
Tenía plantados
los pies en la tierra y una melodía en la boca. Escucharla detenía el viento,
las hojas dejaban de caer. Movía la cabeza, siguiendo notas de algo que yo
desconocía. Me acerqué, tenía el pelo blanco como la nieve y ojos jóvenes, le
hacía un aura de esperanza convencida, dejó de cantar y me dio los buenos días.
—No pude
determinar su canción, si fuera tan amable, dígame el nombre de esos acordes.
Me devolvió con
una sonrisa: —Es el Himno a la Alegría. ¿Cómo no lo conoce?
No le contesté,
porque un viento repentino y muchas hojas amarillas, nos cubrieron las
espaldas, cuando dejó de cantar.
—Espere, porque
así no podemos hablar.
Siguió con su
canción y detuvo el viento y las hojas dejaron de caer.
—Siga con ese
himno, me llena de alegría.
Me fui de su
lado, a medida que me alejaba, su mano, de huesos nudosos, saludaba como si
dijera hasta mañana. Dejó calor en mi bufanda. No volvió ni al día siguiente ni
al otro ni a ninguno.
Me contaron que
había muerto. Ese día le llevaba mi bufanda de regalo. La dejé en su banco. Se
enroscó en una rama que tenía un raro parecido con sus manos. La rama y la
bufanda me saludaban, pidiendo que fuera mañana, su melodía quedó en ese banco,
donde ahora me senté.

No hay comentarios:
Publicar un comentario