Cuando volví de
la Escuela, me lo explicó mi Mamá.
—Agustín, la
situación con tu Padre se ha vuelto un infierno, decidimos separarnos.
Me encerré en mi
dormitorio, en un lugar secreto del placard y allí lloré. Mi Pá me trataba como
a un niño especial. Ya sé que soy especial, porque lo dice la gente conocida.
Hacía regalos mágicos cuando volvía del trabajo, piedras de colores, que
puestas a la luz, parecían un atardecer rojizo. Otras con pedazos de espejitos
incrustados, hacía origamis de su invención, todos pendían del techo, estrellas
con volumen que se movían de noche, lunas con picos, nubes alegres, pájaros.
Nos sentábamos a
comer y Papá decía: —¡Qué rico!
Yo me sabía
perfecto que le parecía una inmundicia, no quería ofender a Mamá. Se recibían
con piquitos infinitos, mientras yo los rodeaba a los dos, con un abrazo en las
rodillas. Ella lo quería tanto, que madrugaba para plancharle las camisas y
preparar un desayuno internacional. A mí los dos me resultaban un lugar mullido y
calentito. Una noche me despertó una discusión entre ellos. No alcancé a entender
qué se decían.
Má, dejo de
planchar y de prepararle desayunos. Quise ayudar, pero soy un niño torpe. Le
quemé dos camisas y las tostadas salían carbonizadas. No solucioné nada.
—Que se arreglen
entre ellos, Agustín.-Decía mi Abuela-.
En la escuela se
enteraron y los otros niños preguntaban si ahora era hijo de divorciados y
querían saber por qué. No contestaba porque no sabía, si no, tenía que mentir,
no me gustan las mentiras. Un día mi Má, que parecía un estropajo, comenzó a
vestirse con ropa nueva, usaba perfumes importados y tacos altos. Sentí que
algo raro le pasaba. Otro día me llevó a la Oficina y vi cómo se reía con su
Jefe, que hablaba pavadas y me pellizcaba los cachetes, finito.
—Tengo que
hablar con vos, Agustín, me conseguí un novio, vos lo conocés, es mi Jefe,
quiere venir a vivir con nosotros.
A Pá lo veía los
fines de semana. Tenía ojeras y la mirada empañada, conmigo disimulada. Me
llevaba al Cine, al Circo y al Parque de Diversiones. Me devolvía los domingos
por la noche. Tocaba el timbre y esperaba que Má bajara. Volvía a su auto y no
la saludaba.
El Jefe
Bergalarga, ¡qué significado su apellido!, yo me lo conocía y cuando Má lo
llamaba Ber, me aliviaba. Luego comenzaron las tormentas. Má aparecía con
moretones en la cara, en los brazos, hasta le partió una ceja. Le tuvieron que
dar doce puntadas. No contento con eso, me daba bofetadas y puntapiés en el
trasero, a mí, que soy un niño especial. Má lo echó de casa, con un atizador de
hierro, rodó varios escalones y parecía muerto. Llamé a Pá, por el celu, y le
dije que el Novio de Má era un tipo golpeador y llamara una ambulancia.
Soy un niño muy
considerado, incapaz de llamar a la Poli, por todas las putadas que nos hizo
Bergalarga. Pá llegó más rápido que la ambulancia y lo pisoteó hasta dejarlo
fuera del edificio. Se encerró con Má en el dormitorio y no podía creer, que
ella hubiera permitido los daños de su cuerpo y en el mío, más benignos. Pá
pidió licencia y nos cuidó a los dos. Vivía poniéndonos bolsas de hielo y
cocinando sanito. A los tres meses, Pá volvió a casa. No se hablaban y dormían
en cuartos separados. Mientras lloraba en la falda de mi Abuela:
—Agustín, se van a ir acercando, tiempo al tiempo.
¿Qué quiso
decir? ¿Faltaba más tiempo, para que ellos durmieran juntos y se dieran
piquitos?

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