Abrí la puerta y
un hombre mal entrazado, flaco, alto, de ojos hundidos, preguntó si no lo reconocía, le dije que no.
—Tal vez en la
casa de enfrente.
Él miró el
interior de nuestra casa y casi al oído dijo llamarse Chicho, claro que treinta
años desfiguran a cualquiera. Le dí un abrazo, con temor a quebrarlo y llamé a
Maggie. También lo abrazó y le dio un beso. Me dio náuseas, por la mugre de él
y el gesto de ella.
Chicho pidió
bañarse. Le alcancé mi rasuradora. Envuelto en la toalla me pidió ropa limpia, no importaba si
era vieja. Llevó tiempo encontrar ropa para su cuerpo de astilla. Le llevé un
traje de secundario y unas zapatillas recién compradas. Maggie lo esperaba en
la cocina para tomar una sopa caliente. Me molestó, como una picadura de abeja,
cuando escuché a Maggie llamarlo Chichito. Chicho pidió una cama por una noche.
Pensé que se iba a quedar una semana y también pensé alguna estrategia para que
se fuera.
Cuando llegaron
nuestros hijos les presentamos a Chicho, con un:
—Éste es Chicho.
Y los chicos
mirando sin curiosidad. Los comprendí, hablar con un viejo triste y ausente no
era una alegría. Chicho los miró con detenimiento uno por uno y sus ojos
quedaron pegados en el más grande. Luego de dos días de estancia, al más
grande, futuro psicólogo, le dio por la piedad y le preguntaba cosas todo el
tiempo. Chicho se sometía a los interrogatorios como un rehén, que lo que no recuerda,
lo inventa. Maggie y yo tardamos en cerrar aquellos recuerdos con puertas y
blindajes. Ni nosotros sabíamos por qué lo recibimos. Le paramos el carro con
las invenciones, lo que no se recuerda no es. Una noche, en el jardín, todos
dormían, menos Maggie, Chicho y yo. En medio del silencio contó que bajo
tortura uno puede llegar a decir que su madre es una puta. Fueron sus razones
para justificar la delación y nuestro silencio, la respuesta.
Maggie le pidió
que se fuera y el preguntó y Maggie le dijo que nada era cierto, que se
olvidara. Lo vio partir, encorvado y arrastrando los pies. Como cuando lo
conoció, le nacieron ganas de protegerlo y fue a vivir a su casa, un mes, donde
sucedieron muchas veces cosas de dos solos, adolescentes. Cuando conocí a
Maggie me contó todo, los dos elegimos un muro. Tuvimos tres hijos, el primero
era de Chicho.
Chicho dejó su
esperanza de vida y en la mañana ya no estaba. Mientras caminaba al costado de
la ruta pensó que nos lo debía. Metió las manos en los bolsillos. En uno sintió
el tacto tibio del osito que le robó al más grande de los hijos.
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