Quieren festejar
por la infancia, porque todos, por champagne, porque se visten de blanco ellas,
porque ellos son capaces hasta de una corbata.
Tienden la mesa
con el mantel de salir, ponen mis cubiertos en un lugar de privilegio. Me
olvidé que quieren arbolito, éste está viejo y le quedan tres bolas de las que
se rompían. Salgo hoy mismo.
—Son espantosos
los arbolitos, voy a llevar éste, similar al del principio, el plástico no lo
pueden ocultar, pero yo sí, me oculto entre la gente, ni paso por la caja, hay
dos empleados y no dan abasto.
Tengo un aire de
Papá Noel, pelo blanco, anteojos y algunos otros pelitos en la barbilla, camino
a velocidad trineo.
—Chicos, ¿y el
árbol dónde carajo está? ─dijo Pedro.
Giró sobre sí
mismo y allí estaba, las luces se prendieron solas, todos aplaudieron. Llegaron
de la Panadería con el lechón de costumbre, sin cabeza, para que no lloren los
niños. La Abuela iba y venía, a tal velocidad que nadie la veía.
Comieron y
bebieron hasta reventar. José tomó la mano de la Abuela, pero no estaba,
siempre le gustó deshacer su rodete, no lo encontró. El plato de Abu estaba
inmaculado, los cubiertos descansaban a los lados y la copa de champagne
brindaba sola con cada uno de ellos.
Se abrió una
puerta y entró el Tío más querido: —Una copa para mí, por favor.
—¿Qué pasó con
Abu? No la encontramos, no comió ─dijo el Nieto mayor.
—Cómo habrán
tomado, pedazo de bestias, que en esta Navidad perdieron la memoria, la Abuela
murió hace cinco años…
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