Para comer un
huevo pasado por agua, una cucharadita en cada escalón de la escalera de
caracol. Si no, no.
Si le
preguntaban como estaba, decía: ”Contento”, si lo interrogaban acerca de cómo
le iba en el colegio, él respondía: ”Contento”. Las mujeres lo querían, porque
era el primer miembro de la familia que estaba contento, de aquella enorme
multitud, de depresivos tristes.
Era el único
alumno del Sagrado Corazón, que no penitenciaba sobre garbanzos. Había tenido
parálisis infantil. Su padre, para asegurarse, les dijo a los curas, que el
niño iba a ser interrogado a diario. Si lo pactado no se cumplía, le mostraría
los garbanzos y el niño, al Obispo.
Le encantaba la
colimba, sabía que no sería aceptado, por su pierna, hizo el intento y recibió
como respuesta, risas contenidas. Lo que no le gustaba de algo, lo borraba de
su memoria, por eso tenía un lugar tan inmenso para jugar.
Cuando todos los
que lo rodeaban se convencieron, que era un hombre santo, empezaron los abusos.
El precio de la bondad. Tuvo su amor soñado, celestial y su enlace definitivo,
al desamor de una pesadilla infernal. Él que era tan inefable como Goya, ante
los pedidos reiterados de su hija, para que se divorcie de su madre, respondía
algo acerca de lo privado y algo acerca de que sin su madre, quién iba a
cocinar como ella. Nadie, decía. Por si a la niña se le ocurría otra pregunta
incómoda.
Dibujaba a mano
alzada lo que fuera: barcos de carga, fragatas, selvas, batallas, próceres,
mujeres Divito, escenas cómicas. Sin embargos, siguiendo los mandatos
familiares, tan tontos, se recibió de abogado. Siguió dibujando, crónicas de
sus avatares cotidianos. Hacía caricaturas, de cuanta persona conocía y las
escondía en el escritorio, como si fuera un pecado, bajo llave.
Él sí era un
buscador de coincidencias, si alguien decía, que su apellido era Casanova,
ponía cara de pensar lejos y preguntaba si no era nada de un bahiense Casenave.
Se le aclaraba que las vocales eran diferentes. Él contestaba que a veces,
donde anotaban los bebés, ponían cualquier apellido. Además, él conocía gente
que era pariente, con una letra de diferencia. Decía que en los Registros
Civiles, estaba lleno de analfabetos acomodados.
La hija, de
retorno a su casa, vio una fogata inmensa que casi llegaba a cocina, no pudo
creer, su padre quemando todos sus libros, los de estudio también, por si eran
peligrosos. Ante el llanto de su hija, todo negro de quemazón, le dijo que a
partir de ahora, sólo podría leer revistas mejicanas, lo más boludas posible. Y
a la facultad, la iba a llevar él de ida y vuelta. Estaba jodido, jodido.
Decía. Y no se hable más. Decía. Mientras revolvía la tierra, con odio y miedo.
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