Me voló la cabeza con ¡Cuánto costaba la verdulería, cuánto costaba el supermercado, cuánto costaba la farmacia, cuánto costaba la carne, cuánto costaba viajar en micro!
—¿Porqué no te vas a acostar un rato a tu casa?
Miró con
resignación:
—¿Sabés cuanto
costaba el alquiler? Tuve que rescindir el contrato, tengo un banco en la
plaza, me costaba dormir, dios provee, un ropavejero me vendió un colchón usado
¡Cuánto costaba! Al hombre le di pena y me lo regaló.
Después del
relato de mi amiga, la cabeza se me agrandó diez centímetros. Entré al
departamento y caí de cabeza en la alfombra. Cuando me desperté, Roberto me
daba sacudones, con voz sin oxígeno:
—¿Sabés cuanto
costaba la Escuela de los chicos? La mitad de mi sueldo.
Enloquecí, me
quedé sin pensamiento, le hablé despacio al oído:
—Quedan dos
papas y una zanahoria, prepará una sopa, los chicos llegan con hambre, yo no
doy más, se me terminó la carga.
—¿Tan pronto? Si
lo cargaste ayer.
No le contesté,
es común en Roberto, entrar en estados confusionales. Los chicos volvieron
cuatro horas más tarde. Nos dormimos ambos en la alfombra, abrazados, no por
amor, para darnos calor, tuvimos que vender la estufa hace días. Nuestro
hijitos volvieron tiznados, con los uniformes desgarrados, arrastraban dos
bolsas de consorcio:
—Peleamos con
otros chicos, que estaban en la misma, trajimos comida, de las bolsas de gente
rica, salames caganolis, queso espartano, lomo al curro, aros de cebolla
perenne, chorizos con piel de nutria, sushis de bofe tiernizado, bananas con
crema moco y mermelada de ruda hembra, media botella de vino con corcho y dos
cocas casi llenas, selladas con salsa kétchup.
Pusimos el
mantel de salir y las bandejas de Sebrelli, copas de caristal y platos
polinaicos. Comimos y bebimos, teníamos una avidez chimanga.
Esa noche fuimos felices, no costaba nada.
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