Triste de
nacimiento, depresiva compulsiva. No podía quererme ni por una opción
diferente. Detestaba mi ser, por fuera y por dentro. Esto último era tan
amplio, lleno de sombras y ámbitos oscuros donde estar en paz conmigo resultaba
una broma del pensamiento. El miedo de creer en la genética del suicidio,
devengo de una familia muy creyente en suprimir sus vidas por propia voluntad.
Cuando el deseo se me hizo insoportable pedí un turno con Bourdet. Así
transcurrió una vida de todos los miércoles, a las cinco de la tarde, con
alguienes que me tiraban sogas en momentos aciagos. Excelentes escuchas todos.
De Jorge pasé a Flavio y de éste a Lucía. Y que viva Freud y que vivan estos
tres ortodoxos. Maestros de palabras y silencios. Asistí al primer analista ignorando
el tiempo y el espacio. Deliraba con voz inaudible y Bourdet supo de mi hijo
recién nacido. Le pedí perdón por no saber cuidar aquella criatura desconocida
y voraz, por asistir a las sesiones sucia y despeinada, por rascarme el pelo de
modo continuo. Pidió que lo tuteara, contó de sus pacientes en Romero que jamás
se bañaban, tenían piojos y olor a todo eso. Él los escuchaba, la falta de aseo
en ellos no importaba. Lo mío no era nada:
─Tranquila ─decía,
en cuanto al bebé aseguró que seríamos grandes amigos.
Había que
esperar y Jorge acompañó la espera, con llamados cotidianos a medianoche. Así
ganó mi confianza y un día cesaron los teléfonos nocturnos. Luego de años
comprendí la grandeza de Jorge, la enorme responsabilidad de su paciente loca
con un bebé, recién nacido, a cargo. Después de saber cuándo eran las cinco de
la tarde o las diez de la noche, después de entender el espacio que existe
entre la rajadura y la junta, Bourdet dejó que describiera al ineludible pa y
ma de mis primeros años y los posteriores. Con él fue siempre cara a cara, no
me tentaba el diván, necesitaba ver sus ojos, la expresión de su cara.
Cumplimos un ciclo y nos divorciamos de común acuerdo. Aclaré locuras viejas y
parí locuras nuevas.
Derrapé en
Flavio. Fumaba en pipa y tenía una inmensa foto de Freud a sus espaldas. Me dio
risa la Mise en escena, él preguntó porqué no le contaba así nos reíamos
juntos. Él así lo quiso y yo le dí el gusto. La siguiente sesión desapareció el
retrato de Sigmund y la pipa. Aparecieron los Particulares. Como Bourdet, usaba
siempre el mismo pulóver, lo pensé como el hábito del oficio, el guardapolvo
del trabajo. Buen analista el flaco, algo rudo como cuando dijo que me dejara
de ñoñerías:
─Tenés treinta y
ocho, ya sos una señora, no jodamos.
O cuando le pedí
el diagnóstico y contestó:
─Depresión
machaza, el miércoles la seguimos.
Aquella vez que
no supo qué decir de mi cuerpo que lloraba de los pies a la cabeza y se acercó
y me dio un abrazo de padre, sin palabras. Luego de improviso me mudé a un pueblo
lejano. Se puso como caballo indignado, decía que la gente era lo peor que
podía, me daba libros de poetas platenses no valorados. Por vez primera dejó
que le viera el “él” que no había imaginado. Al llegar a este pueblo llamé a
una psiq-psi. La elegí por su prestigio y por su nombre de luz de agua. Ella
preguntó quién me derivaba, yo le contesté que acostumbraba a derivarme sola.
Hace más de una
década que Lucía trata de estabilizar mis histerias y otros carajos que no
tienen nombres. Por vez primera sentí la confianza de tirarme en un diván. Lucy
no es como Jorge o Flavio, ella tiene disfraces de todos los colores, atuendos
inauditos, sombreros exóticos y una seguridad tan depositada que permite abrir
puertas y ventanas. Echa luz donde hubo negro y agua cuando uno se mustia.
Lucy me dio
permiso para mi bohardilla, mi jardín de invierno, mi estanque selvoso, me
mandó de vacaciones. No es literal, son semillitas que ella tira al aire, está
de uno germinar o nada.
Ella nunca
muestra si su tristeza es honda o de qué tamaño es su alegría. Lucy es y quiere
que uno sea. La primera vez que me advirtió de su viaje a algún lugar, le lucía
un lago en la partida.
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