La flia nunca
quiso tratar la demencia de la Madre de Molly, al saber que esperaba su segundo
hijo, habiendo denostado a la primera, que fue Molly, la familia la marginó
definitivamente.
Molly se crio a
sí misma, se mandaba a la Escuela, se alimentaba de polenta y mandarinas.
Intentaba dar besos a sus padres, que la apartaban como a un perro callejero.
Su Madre, una psicópata encubierta y el Padre, un indiferente crónico. Cuando
Molly cumplió dieciséis años, le anoticiaron la llegada de un hermano. La
sorpresa la dejó inmersa en un después incierto. Le preguntó a la Abuela, a
quien visitaba a escondidas, tenía prohibido establecer una relación.
—Ay, Abuela,
pobre ese bebé que está llegando. ¿Y si no es tan fuerte como yo, que será de
él?
La Abuela mentía
bondad en su hija y generosidad en su yerno, una de las caras del amparo, para
que Molly no sintiera la intemperie.
—Vos ya
cumpliste dieciséis, Molly, terminaste tu Secundario en tiempo récord y te
regalás un Año Sabático antes de la Universidad…de algún modo, una hermana tan
grande es como una Madre.
Molly volvió a
su casa contenta. Sin saber, hizo maniobras de cambio, mudó el pequeño
escritorio, al lado de su dormitorio, pintó el minicuarto de celeste marítimo y
el techo de azul pampeano. Encontró en el galpón de las porquerías la cuna
mecedora, donde durmieron tres generaciones, le dio un lustre superficial.
Cuando nació
Santo, su Madre tuvo un brote de Madre, le dio la teta, cambiaba los pañales,
le cantaba en susurros.
Molly veía los
besos que recibía Santo y pensaba: “Esta vieja loca le está dando los besos
adeudados a mi persona, mejor, lo mío fue, él recién empieza”. A los seis
meses, la Madre volvió al centro perfecto de su locura: dejó al niño en manos
de nadie. Allí fue cuando Santo se convirtió en un bebé de llanto continuado.
Molly empezó a mecerlo de noche, hasta quedarse ambos dormidos.
El Padre volvía
de trabajar y los miraba:
—Así me gusta,
Molly, que mimes a tu hijo.
—Papá es tu
hijo, no mío.
—Disculpá hija,
la locura de tu Madre es invasiva.
Y se retiraba
tocando con el dedo meñique, la nariz de Santo.
Ellos no tenían
vínculos con nadie, pero fueron duramente criticados. En especial cuando Santo,
le decía Mami a Molly. Ella lo cargaba en una mochila y dio el Ingreso, con
resultados de niveles que asombraban a los profesores, siendo una alumna madre
soltera.
Santo era tan
feliz, se prestó a confusiones de parentesco, cuando del Jardín la llamaron
para felicitarla por el comportamiento de Santo, ella dijo:
—Lo que sucede
es que al ser hermana de mi hijo, nos da fuerzas para divertirnos, aún ante
situaciones adversas.
—¿Cómo es eso,
Molly?, no entiendo.
—No se puede
explicar, es complicado.
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